Estos días he escuchado a distintas personas, en distintos contextos, decir que ellos con esta Iglesia no quieren saber nada, que se dan de baja (existencialmente), que si creen, será a su modo y por su cuenta, pero, ya defraudados con la institución, no quieren seguir. Y la verdad, cuando vas sumando zarandeos, comprendes esos abandonos. La tragedia y el crimen de los abusos y su ocultamiento en nombre de no se sabe qué demencial prudencia. La presencia, en las redes, de verdaderos portadores de odio cuyas palabras y actitudes destilan algo que, ciertamente, no es evangelio. La incapacidad de muchos para el diálogo, demonizando a quien intenta dar pasos distintos –que se lo digan a James Martin, convertido en dardo de ataques personales furibundos–. La dificultad para pasar de las buenas intenciones y palabras a transformaciones en estructuras y formas de hacer las cosas. Y ahora, las intrigas y golpes de mano mediáticos en las más altas instancias, que, bajo capa de bien, muestran guerras por el poder y conflictos de egos que uno –ingenuamente– imaginaba más propios del Renacimiento que de esta época.

Y sí, uno se pregunta, ¿por qué seguir? ¿Y por qué animar a otros a seguir? Y aquí van algunas respuestas, sin duda incompletas y subjetivas, pero que ayudan.

Uno, porque la Iglesia es mayor que todo esto. Y aunque haya que hacer un enorme esfuerzo en este momento, es importante no perder de vista una visión mayor, en la que se incluyen tantos hombres y mujeres que viven e intentan vivir el evangelio con pasión, coherencia y justicia. Muchos de ellos jamás llenarán cabeceras ni darán titulares. Pero son millones, siguen a Jesucristo y trabajan por su Reino, y en muchos lugares del mundo, en muchos márgenes, en muchas vidas, son buena noticia. Y son Iglesia.

Dos, porque se puede elegir intentar cambiar las cosas desde dentro. Empujando, con otros muchos. Es verdad que en esta era de la inmediatez, aceptar el ritmo mucho más lento de la Iglesia requiere buenas dosis de paciencia y esperanza. Pero, si no se oyen, desde dentro, voces proféticas (pero no airadas y despectivas), entonces dejaremos que la Iglesia se convierta tan solo en un reducto de intransigentes de todo cuño.

Porque la Iglesia es plural. Siempre lo ha sido. Y hay en su seno tensiones entre distintos acentos, distintas sensibilidades y miradas. El problema de nuestra época es que no se sabe vivir con las tensiones. Se acentúa el desprecio, el odio, y el que piensa distinto se convierte en enemigo. Pero no debería ser así.

Porque la virtud y el pecado están desde el origen enraizados en la humanidad que forma parte de esta comunidad. La comunidad que Jesús reunió a su alrededor ya era un grupo tan lleno de fragilidades como de valores. Eso no es una justificación para aceptar cualquier cosa que ocurra, sino una constatación para comprender que por el bien hay que pelear, sin ingenuidad.

Y dicho esto, sin duda, duele esta Iglesia. Abochorna mucho de lo ocurrido. No bastan lamentos ni caras de circunstancias. Hace falta más, luz, verdad, y justicia.

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