«¡Ah, que agradable es todo esto! –se decía cuando se veía ante una mesa bien puesta, con un buen caldo, o cuando por la noche se acostaba en una cama limpia y blanda, o cuando se acordaba de que estaba libre de su mujer y de los franceses–. ¡Ah, qué cosa tan agradable! –y, obedeciendo a una antigua costumbre, se dirigía esta pregunta–: Bueno, y ahora ¿qué voy a hacer? –y se respondía al punto–: Nada; ya veremos. ¡Ah, qué agradable!
Lo que antes le preocupaba, lo que siempre trató de solucionar, la cuestión del objeto de la vida ya no existía para él. Se había concluido la búsqueda, y no por casualidad y momentáneamente, sino porque comprendía que no existía tal objeto ni podía existir. Precisamente este convencimiento era lo que le producía aquella alegre sensación de libertad, lo que le hacía dichoso.
Ya no quería buscar el objeto de la vida, porque tenía fe, pero no fe en unos principios, palabras o ideas, sino fe en Dios vivo. Antes le buscó en sus propios objetivos, pero, en el fondo, aquella búsqueda era la búsqueda de Dios. Luego, durante su cautiverio, se percató, no verbalmente, no mediante razonamientos, sino por intuición, de lo que su buena fe le venía diciendo desde largo tiempo atrás: que Dios esta aquí y en todas partes. En el cautiverio se dio cuenta de que el Dios de Karataiev era el más grande, más infinito, más comprensible que, por ejemplo, el arquitecto del universo que reconocen los masones. Y experimentaba la sensación del hombre que ha tenido a sus pies lo que buscaba muy lejos. La terrible pregunta ‘¿por qué?’, que en otras ocasiones había destruido todos sus razonamientos, ya no existía. Ahora conocía la respuesta, una respuesta sencilla: porque Dios existe, porque hay un Dios sin la voluntad del cual no cae ni un solo cabello de la cabeza del hombre.»

Leon Tolstoi, Guerra y Paz

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