Hace unas semanas perdí el cargador de mi reloj inteligente. Los días pasaban, la batería se agotaba y yo seguía sin encontrarlo por ningún sitio. Al final resolví comprarme un cargador nuevo, pues corría el riesgo de que se descargara totalmente y me quedara sin reloj.
Ya en la tienda, a punto de pagar mi nueva adquisición, tuve una especie de epifanía de esas que piensas que sólo pasan en las películas pero que, a veces, suceden también en la vida real. ¿Realmente quería mantener mi reloj inteligente o podía ser este pequeño incidente una buena excusa para volver al reloj de toda la vida?
Como la cola era larga, me dio por pensar. ¿Necesitaba un reloj que me dijera cuántos pasos doy cada día, cómo está mi saturación de oxígeno en sangre, en qué franja horaria es más óptima la calidad de mi sueño, cuántas calorías quemo si subo una escalera o qué tiempo va a hacer mañana en Tokio? ¿Era imprescindible que pudiera leer los Whatss Apps que me llegan al momento, incluso mientras me estoy enjabonando en la ducha?
Creo que, a estas alturas, todos sabemos que las posibilidades que nos ofrece un reloj inteligente no son necesarias, pero qué duda cabe de que nos hacen la vida más cómoda. Yo he tenido varios años un reloj inteligente y creo que puede ser una buena inversión por muchos motivos. Pero, la verdad, últimamente tengo la sensación de que las máquinas van a acabar diciéndome hasta lo que tengo que hacer en caso de tener calor o caérseme el moquillo. ¡Quiero pensar por mí misma! El exceso de información, paradójicamente, no siento que me lleve a tener un pensamiento más crítico. De hecho, en muchas ocasiones, creo que me aboca irremediablemente hacia un pensamiento más confuso, enredado y disperso.
Llamadme rudimentaria. Pero, por ahora, sólo le pido a mi nuevo reloj que marque las horas. Lo demás, prefiero hacerlo yo.