Nos despertamos a la hora exigida, con el sonido de una alarma. Empezamos rutinas que tienen que encajar con las indicaciones del reloj. Muchas de las actividades que tenemos están pautadas, fragmentadas y perfectamente administradas en tramos pre-definidos. Todo tiene una duración estipulada. La jornada laboral, las clases, el tiempo para el descanso, la sesión en el gimnsasio, la duración de un capítulo de la serie de Netflix. Y esto va colonizando otras áreas de nuestra vida. Medimos el tiempo que dedicamos a la oración, a la lectura, elegimos la misa que no dura más allá de la hora prevista, vamos a dar un paseo y ya tenemos hora de llegada en la cabeza. Algunos smart-phones ahora te sacan estadísticas del tiempo empleado en distintas actividades, y , si te dejas y no desactivas esas funcionalidades, te van haciendo competir contra ti mismo para ¿mejorar? Pocas cosas hacemos sin tener que mirar al reloj o a la pantalla del móvil para que nos diga cómo vamos de tiempo.
¿Cuándo dejamos de ser señores de nuestras jornadas para convertirnos en súbditos de la agenda? ¿Cuándo renunciamos a la libertad de perder el tiempo? ¿Cuándo los minutos sustituyeron a las horas, y estas a los días, en la medida de nuestra existencia? ¿Cómo hemos llegado a rendir culto al tiempo?
Quizás esto no es de ahora, sino un largo proceso de siglos (acelerado, como tantas otras cuestiones, en las últimas décadas). Ya cantaba el Eclesiastés que todo tiene su tiempo, o que hay un tiempo para cada cosa. Sin embargo, no creo que en su caso fueran segmentos tan escrupulosamente medidos, pautados y fragmentados.
Me pregunto si no será tiempo de conquistar una libertad diferente. Si no tenemos que ir venciendo a la tiranía del reloj, a la exigencia de inmediatez, a la constante presión del instante, a nuestras jornadas amaestradas… y volver a bailar al ritmo de dentro.