Hace poco, en el colegio en el que trabajo me tocó echar una mano en el comedor. Coincidió que habían faltado varios monitores y que, además, acababa de llegar un grupo de estudiantes de intercambio ingleses y había más alumnos que de normal.

Mi misión consistía, básicamente, en asegurarme de que los de segundo de la ESO no hicieran demasiadas marranadas con la comida y en controlar que ingirieran al menos una cantidad razonable de alimentos. Para poder irse al patio, los alumnos debían enseñarme sus bandejas vacías.

Pero, claro, ya se sabe que en un comedor escolar, hecha la ley, hecha la trampa. (¿Quién no ha escondido alguna vez un poco de verdura dentro de la piel del plátano y ha cruzado los dedos para que no le pillaran?)

Aprovechándose de que yo no era su monitora habitual, un chico se compinchó con otros dos para que estos me entretuvieran y él pudiera irse sin ser visto con las lentejas intactas.

El plan fracasó estrepitosamente. Yo era nueva, pero no tonta. Sabía que debía tener ojos hasta en la nuca y pillé al chico in fraganti, mientras intentaba disimuladamente desaparecer sin haber probado ni una mísera cucharada.

Antes de que pudiera decirle que no podía irse sin comer, él imploró mi misericordia como si de un cordero llevado al matadero se tratara. Me juró y me perjuró que le entraban unas arcadas terribles cada vez que comía lentejas; me prometió que su monitora habitual lo sabía y que era el único plato que le permitía no comerse. Su cara reflejaba la desesperación más absoluta.

Yo no conocía de nada al chaval. No sabía si era de los que se estaba intentado quedar conmigo o de los que, realmente, me estaba diciendo la verdad. Resolví, pues, llegar a un trato:

–«Mira, si realmente comerte esas lentejas es superior a tus fuerzas, puedes irte sin probarlas. Yo no tengo forma de saber si me estás mintiendo o no. Confío en que me dirás la verdad».

Me aseguró aliviado que sí, que no exageraba si decía que se le removía el estómago sólo de pensar en sentir la textura de las lentejas bajando por su faringe.

Comenzó a andar en dirección a la zona donde deben depositar las bandejas vacías antes de salir al patio. Pero, de pronto, se giró y volvió a la mesa:

–«Creo que, en realidad, puedo hacer el esfuerzo de tomármelas. Es cierto que no me gustan, pero es mentira lo de que me provocan arcadas terribles». Me dijo en un tono pausado y sincero, algo avergonzado, sin atreverse a mirarme a los ojos.

El protagonista de esta historia podría haberse salido con la suya fácilmente. Podría haberse aprovechado de la situación y haber salido ileso. Pero no lo hizo. Su adhesión a la verdad era tan fuerte que, en su fugaz y particular lucha interior, el bien venció categóricamente al mal.

La comparación puede parecer exagerada, incluso de mal gusto. Pero también Jesús, que era el Hijo de Dios, pudo haberse bajado de la cruz y no lo hizo. Hay distancia entre un plato de lentejas y una muerte en cruz, claro. Pero no pretendo aquí analizar quién de los dos sufrió más. (Creo que es tan evidente que carecería de sentido hacerlo…)

Lo que me gustaría con estas líneas es hablar de Vida y no de Muerte, de sacrificios o de sufrimiento. Por supuesto que en nosotros hay muerte. Y no sólo la física, la mayúscula, la que nos hará dejar de existir algún día. En nuestro interior estamos llenos de pequeñas muertes, de sentimientos que nos hacen escoger el mal antes que el bien. Pero también dentro de nosotros tenemos un alma en la que, si le dejamos, habita un Dios que ha resucitado. Un Dios que vence a la Muerte, un Dios que busca el Bien y la Verdad por encima de todo y que se hace el encontradizo donde uno menos se lo espera. Incluido, en un plato de lentejas.

Que sepamos encontrarle siempre. Y muy especialmente, estos días pascuales en los que estamos.

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