Recuerdo que cuando tenía 17 años y estaba preparándome para recibir el sacramento de la Confirmación la catequista que llevaba el grupo nos dijo que la nuestra era la religión de los excesos. Debiéndonos de sentir muy ingeniosos no tardamos en hacer la inevitable bromita adolescente y le preguntamos que en qué libro de la Biblia aparecía que Jesús se emborrachara o se drogara. La pobre hermana Rosa (que tenía más paciencia que una santa), nos explicó con una sencillez que consiguió desarmarnos que los excesos de Jesús no eran como los que estaban de moda los viernes por la noche. Los excesos de Jesús eran excesos de amor. Toda su vida había constituido un continuo exceso de amor que le había acabado conduciendo al mayor de todos los excesos de amor: la muerte en una cruz a pesar de su condición divina para salvación de la humanidad.
Esta nueva visión de la muerte de Jesús que nos ofrecía aquella mujer superó toda la lógica que era capaz de retener la mente de una chica reflexiva y racional como era yo. Efectivamente, lo de la cruz me pareció excesivo. Completamente innecesario. Pensé que era casi insultante. Jesús nos estaba tratando como a tontos. Tampoco era tan difícil de entender. La lección había quedado clara: si te pegan en una mejilla, pones la otra; si te piden que andes una milla, andas dos; si unos no tienen para comer, compartes hasta que incluso sobre; si pierdes una oveja, dejas a las otras 99 y te vas a buscarla…
El concepto estaba pillado. No hacía falta llevarlo hasta tal extremo. Además, precisamente llevarlo hasta tal extremo era utópico, lo convertía en imposible para cualquier mortal de a pie. Lo hacía inaccesible como modelo a seguir. Nadie en su sano juicio se dejaría matar pudiendo salvarse.
Así que decidí que ese día iba a interponer una distancia insalvable entre ese tal Jesús y yo. Estaba claro que yo nunca podría hacer ni siquiera algo parecido a lo que él hizo. Con lo cual, ¿por qué intentarlo si quiera? ¿Para qué complicarse la vida de semejante manera?
Hoy me atrevería a decir que lo he entendido. He entendido que sí podemos ser como Jesús en nuestro día a día, en lo más ordinario. Venía de Mercadona cargada hasta los dientes con bolsas y más bolsas. Conforme me acercaba al portal de casa solo podía pensar en que las llaves estaban en el fondo del bolso y que no sabía cómo iba a hacer para sacarlas sin desparramar toda la compra por el suelo. Esto es algo que he odiado hacer siempre y de manera especial ahora que ando evitando tocar cualquier superficie en la que el virus pueda estar camuflado. Pero justo cuando me he detenido para disponerme a hacerlo he visto que mi vecina del quinto cruzaba corriendo el paso de cebra de enfrente de casa con el carrito de su bebé mientras me enseñaba sus llaves y me hacía señas para que no tuviera que sacar las mías.
Qué tontería, ¿verdad? Pero podría no haberlo hecho. Podría no haberse pegado la carrera y haber llegado tranquilamente, sin despeinarse, después de que yo ya hubiese tenido que montar toda la parafernalia necesaria para poder abrir la puerta. O incluso podría haberse hecho la loca y haber aminorado el paso para evitar el incómodo momento de tener que sacar las llaves a toda prisa y ayudarme con alguna que otra bolsa a pesar de carrito de su hijo recién nacido. Pero ella ha decidido apostar por un exceso de amor que no hacía ninguna falta.
Y creo que de eso se trata si queremos seguir a Jesús. No todos los días se nos presenta la oportunidad de morir en una cruz (y quizá debamos alegrarnos, porque no ni sé si estaríamos preparados para hacerlo al estilo de Jesús). Pero sí podemos entrenarnos muriendo cada día un poco más a nosotros mismos, dejando de mirarnos el ombligo y empezando a mirar a quienes tenemos a nuestro alrededor.
Los excesos de amor no tienen por qué ser grandes obras. Solo obras hechas con gran amor.