Hoy se cumplen diez años de la elección de Jorge Mario Bergoglio como obispo de Roma. Quizás por ser jesuita o por no venir de la vieja Europa, para la gran mayoría del mundo fue una gran sorpresa. Sin olvidar, que semanas antes había renunciado súbitamente el sabio Benedicto XVI, desafiando así a la tradición y casi a la propia Historia. Con cara de susto, el recién nombrado papa Francisco rogaba al pueblo de Dios congregado en la Plaza de San Pedro que rezara por él, algo que no se cansa de repetir.
Y si fue una gran sorpresa su elección, también lo ha sido el discurrir de su pontificado y las vicisitudes de la actualidad –con crisis económicas, guerras y hasta una pandemia de por medio–. No sólo por su cercanía, por su espontaneidad y por su amor por los pobres, también por su visión profunda y espiritual de la humanidad en Laudato Si’ y en Querida Amazonía, su deseo de paz y de diálogo en Fratelli Tutti y su espíritu misionero en Evangelii Gaudium, sin olvidarnos de su visión pastoral y moral en Amoris Laetitia, Christus Vivit y en Gaudate et Exultate. Tampoco pueden pasar desapercibidos sus esfuerzos en la reforma de la Curia romana, sus trabajos diplomáticos y, cómo no, su mano dura contra los abusos sexuales en la Iglesia. No sólo es uno de los referentes mundiales con más liderazgo y autoridad moral –y estos no abundan–, sino que es un ejemplo de que el poder puede ser vivido desde el servicio.
Para los conservadores demasiado progre y para los más liberales tan carca como los otros. Unos que mira mucho al futuro y a las modas del mundo y otros que sigue atado al pasado y no va tan rápido como debería, los que creen que está reformando la Iglesia y los que creen que la está destrozando. Los que se quejan de su espontaneidad y los que añoran la serenidad de Benedicto XVI. Los que estamos de acuerdo con absolutamente todo y los que le consideran el anticristo –sí, así son los extremos–.
Y así podríamos decir muchas cosas de él, pues todos llevamos a un pequeño tertuliano dentro. Pero antes de opinar debemos recordar que los frutos de un pontificado tardan en llegar –ahora empezamos a reconocer con claridad y unanimidad el trabajo de su predecesor–, que la Iglesia es universal y también que el Espíritu Santo y el evangelio no son auténticos si no nos descolocan una y otra vez, como le pasaba al bueno de Jesús de Nazaret y a otros tantos grandes santos a lo largo de la Historia de la Iglesia. Y sobre todo, debemos recordar que es Dios el que sostiene a la Iglesia y que nos hemos enfrentado a situaciones más complicadas en estos veinte siglos de tradición.
Por nuestra parte seguiremos rezando por Francisco, para que continúe siendo testimonio del evangelio y para hacer de nuestra Iglesia un hospital de campaña donde no perdamos ninguno el espíritu de comunión.