Mi padre murió este pasado año. Un 19 de julio, en plena efervescencia del verano. De repente la muerte llegó como un desgarro a casa, una sacudida que trae un dolor grande al que le sigue un vacío, de primeras difícil de explicar. También para aquellos que intentamos cuidar nuestra fe, la muerte de un padre cuesta encajar y acoger. Y duele y mucho.
Pasados unos días pusimos la vista en el funeral. Al ir preparando lecturas, acudí al Evangelio del día, buscando el que correspondía al día 19 de julio. De repente algo encajó distinto, en medio del silencio, en medio del eco del dolor: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños”… al pasar la página siguiente, el día que enterrábamos a mi padre, decía: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis en mi vuestro descanso”… La liturgia nos invitaba, esos días de duelo, a rezar con el Evangelio de la fiesta del Corazón de Jesús de aquel mismo año.
Parecía que la Providencia nos invitaba a acompañar la muerte de la mano de una fiesta grande, que expresa la centralidad del mensaje de la fe cristiana: el amor de Dios por nosotros. Un regalo curioso el que se nos hacía, recordándonos que junto al Corazón de Cristo hay serenidad y descanso, y lo hay porque el misterio de la muerte se abre a la esperanza. A una esperanza que nos recuerda, que por amor, Dios no nos deja caer y ante el abismo y el silencio la vida sale al encuentro.
El Sagrado Corazón de Jesús es de esas fiestas cuyos ecos devocionales a veces nos cuesta encajar, pero cuando te acercas a ella, habla de algo profundamente bonito: Cristo comparte hasta tal punto nuestra humanidad que vibra con nuestra historia, nuestra vida y nuestra realidad, particularmente con nuestro dolor y nuestro amor.
Hoy, fiesta del Corazón de Jesús, comparto estas líneas reconociendo la ternura y el amor con el que Señor, en mitad de la muerte, nos invitaba a confiar, a agradecer la vida de mi padre, a descansar en Él… las comparto con la certeza de que el amor de Dios nos acompaña, y si se lo permitimos, nos salva. El Dios providente me lo recordó cuando más lo necesitaba.
El amor que hoy celebramos en esta fiesta es expresión del misterio de Dios para con nosotros, es síntesis de la fe en un Dios que por amor se encarna, por amor muere y por amor atraviesa la historia, abrazando fuerte a mi padre, y recordándonos al resto que todo tiene sentido y nos toca confiar.
Feliz festividad grande del Sagrado Corazón, papá.