Este ha sido un año de grandes contrastes. Afrontar el confinamiento sin preparación previa nos hizo entrar en un espacio de mucha intensidad de sentimientos, de tener mucho tiempo –aparentemente– y después que el día no te diera para nada. Pero en el fondo lo más intenso era intuir (porque verlo desde el confinamiento siempre estaba mediatizado por la pantalla del ordenador) el drama que se estaba dando.
Y fueron días de enormes contrastes: un deseo de profundidad ante la imposibilidad de encontrar tiempo para la hondura, ya que tu vida estaba encajonada en los metros del piso. Un ansia de ayudar, sin poder salir de casa. Un deseo de sentido cuando el sinsentido se apoderaba de todos nosotros.
Y me vienen al corazón estos contrastes en algo que viví durante el mes de mayo: estábamos preparando ya la clausura de lo que había sido todas las iniciativas de #encasaconDios y nos vino a la cabeza montar una canción con muchas personas de los distintos coros de las comunidades cristianas en la Provincia. Gente que amaba la música y que quería poner su granito de arena para cantar: «Palabra que me llena, Palabra que me llama, Palabra que me abrasa». Vivir la unión con gente que compartimos espiritualidad y amor por la música fue recibir el don de la comunión y de la comunidad.
Y mientras tanto estábamos con la organización del video, la recogida de las tomas, el montaje del video, me encontraba en Villagarcía de Campos ayudando a mis compañeros jesuitas que se habían visto afectados por el COVID. Y todo lo que parecería absolutamente extraordinario: lejía, limpieza, confinamiento, soledad, habitación…pasa a ser cotidiano. Acompañar unas personas mayores golpeadas por el virus y acompañar otra gente que vive su confinamiento como pueden. Me acuerdo vivir con intensidad esos días la llamada de Dios a vivir su presencia en cualquier circunstancia. Poder disfrutar el pequeño detalles que, en su profundidad, compensa todos los sinsabores que a veces tiene nuestra vida, porque es una «Palabra que se encarna y todo cambia».