Hace ya más de un año que comenzó esto del confinamiento y han cambiado tantas cosas que es imposible de contar. Y no solamente han cambiado por fuera, en nuestra manera de vivir. También han cambiado por dentro.
Recuerdo perfectamente el día que nos encerraron. Cómo pasamos de la incertidumbre y el miedo, a vivir como en una película de zombies, para terminar en el cansancio psicológico –y a veces también espiritual–, hasta la vuelta a las calles, pero ya de otra manera.
Yo tuve suerte: no viví la enfermedad demasiado de cerca, y mi trabajo me permitía salir de casa unas pequeñas horas al día. Sobre esto último me quiero centrar. Este año he podido pasear por un Madrid vacío y triste. Tristemente vacío. Con una tranquilidad que se mezclaba con lo siniestro de la situación, con sirenas de ambulancia como banda sonora macabra. Me he paseado la Castellana en modo apocalipsis. No creo que pueda olvidar esa sensación nunca.
Como decía, yo tuve suerte. No solo por el tiempo que se me permitía escapar de mi piso compartido (en el que estaba bien, pero, sinceramente, poder salir un poco se agradecía), sino por el tipo de trabajo que desempeñaba. Durante 66 días (menos alguno) pude acompañar a un grupo de jesuitas que se empeñaron en retransmitir las eucaristías online, como respuesta a una llamada que se hacía patente: había miedo y había soledad. En una capillita nos encontrábamos, comentábamos rápidamente los datos del día y la no-actualidad (todo era igual en las noticias esos días) y preparábamos todo para comenzar. La tensión del directo, los fallos en las retransmisiones y la sensación de pertenecer a una especie de red de apoyo mutuo. Lo cual sabíamos, no por ciencia infusa, sino por un chat en directo en el que cientos de personas escribían y se saludaban unas a otras, con el cariño de formar parte de la misma comunidad. Como si esa misma comunidad llevase viva muchos años. El miedo tiene la extraña capacidad de ayudarte a crear lazos entre quienes lo combaten juntos.
Después de la retransmisión, de la tensión del directo y de nuestros fallitos de aficionados, comentábamos rápidamente nuestra pequeña actualidad cotidiana (en la que cada retransmisión era distinta a la anterior), salía de la capillita, y volvía por el mismo camino espectral de la Castellana rumbo a mi casa en la que me volvía a recluir hasta el día siguiente con esa sensación de estar aportando algo a alguien. Con el corazón lleno de nombres.
Y no solo formábamos parte de una comunidad que nunca imaginamos que existiría. Esas retransmisiones también me acercaron a los míos. En esas cosas que da internet, de hacernos sentir en un mismo lugar a kilómetros de distancia.
Es una evocación extraña. Uno recuerda con cariño esos dos meses y pico que nos hicieron sentir parte de algo más grande que uno mismo. Y, sin embargo, no querría que volviese. Yo tuve suerte: formé parte de esto. Una parte pequeñita.
A muchos, esta situación nos hizo redescubrir la comunidad y su sentido. Cuando faltaba alguien del chat, era común leer a otro alguien preguntando «¿ha venido hoy Fulano?» Qué extrañamente raro. No nos conocíamos, pero sí nos preocupábamos. Y quizá eso es lo único que nos hace falta. Saber que no estamos solos.
Habrá quien se empeñe en repetir que mejor solos. Que cada uno mire por sí mismo. Que sin nadie a quien esperar, uno va más rápido. Que cuidar ya no es trend. Pues vale. Yo sé lo que vi y viví. Y lo que vi es que esos días, solos, nunca lo hubiéramos pasado en mejores condiciones que juntos.