Una de las cargas que a veces tiene que llevar alguien, tras haber sufrido algún tipo de agresión, es la exigencia del perdón. En contextos cristianos ocurre mucho. El agresor convierte el perdón, no en petición humilde, sino en exigencia soberbia. «Ya te he pedido perdón», se convierte en un arma con la que se vuelve a cargar sobre la víctima el peso de una situación. El agresor enarbola el arrepentimiento como arma, lo convierte en exigencia de la fe, y enamorado de su nuevo rol, se ve con otro prisma de virtud, el del penitente. Y poco a poco empieza a volcar sobre la víctima el peso de la culpa de la situación. «Si no me perdona es porque no tiene corazón». Es posible que además el agresor se convenza de que «no fue para tanto», «fue sin querer», «fue un error, no una agresión». De ahí al insulto (quien no me perdona es mezquino, rencoroso, etc) no hay más que un paso. Y en el proceso, en lugar de haber verdadera sanación, lo que hay es orgullo.

Pedir perdón de verdad es algo mucho más complejo. Primero, es ser consciente de lo que uno ha hecho mal. Y ser consciente de que el otro tiene derecho a estar molesto, al enfado, y a la distancia. Es más, tiene derecho a perdonar a su manera. El perdón no son palabras bonitas y fáciles. A veces es poner distancia. Otras veces es no tomar represalias –cuando a lo mejor podría–. Perdonar a veces es hacer ver el error en privado en lugar de proclamarlo a los cuatro vientos.

Quien de verdad se arrepiente no exige el perdón. Lo pide. Y después espera. Y acepta. Acepta el enfado, y el dolor, y el silencio. Acepta los ritmos. Y esa espera se convierte en escuela, en pozo de sabiduría, y en silencio en el que la escucha se vuelve a llenar de sentido.

Estamos en una sociedad que todo lo adelgaza. Todo es banal, superficial, e intrascendente. Todo es prescindible, trivial, y olvidable… ¡Pero no! La vida es seria. El amor es serio. Y la justicia. La verdad. La vocación. El talento. Y el perdón. No podemos estar jugando con las palabras ni con la virtud. No podemos estar jugando a ser lo que no somos. Y mientras no entendamos esto, nos convertiremos en charlatanes, vendedores de humo, y manipuladores del evangelio.

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