Cuando llego a casa, meto toda la ropa en una bolsa para lavar, y me ducho, dejando que el agua se lleve todo lo que se ha depositado en mi piel durante las horas de trabajo en la consulta. Pero después del ritual de limpieza externa, me doy cuenta de que hay otras historias que se han ido depositando en mí, y como llegan adentro, no se van, ni si quiera con un exhaustivo lavado con agua y jabón.

Y es que, a pesar de que en consulta de urgencias la relación con el paciente es más breve, sí que se percibe mucho del temor, de la situación en su familia, en su hogar… Tenemos protocolos establecidos para saber discriminar mejor quiénes pueden volver a casa, y quiénes es mejor que se controlen más de cerca. Pero no los hay para acoger sus preocupaciones, su dolor por la pérdida de seres queridos, la gestión de su enfermedad en el entorno familiar (cuando el aislamiento no es tan posible), las despedidas entre parejas, padres e hijos, hermanos… No sirve el tacto, y tampoco la calidez, te sabes frío, protegido tras los equipos (necesarios): guantes, mascarillas, gorro, gafas, bata…

Por eso pido que mis ojos digan. Pido al Señor que sea capaz de mirar como Él en medio de todo esto. Que mi mirada acoja y abrace. Y que sepa transmitir el agradecimiento por lo que me he ido encontrando, personas pacientes, que tras horas de espera dan las gracias, que escuchan y aceptan.

Hay momentos malos, de mucha carga. Situaciones complejas, como compleja es la vida. Pero cuando llego a casa y hago todo el ritual, que el agua y jabón no se lleve sus vidas, para que cuando la superficie esté limpia, lo esencial se mantenga, y esos rostros con su historia, se conviertan en sagrado con el gesto.

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