Mucho se ha escrito respecto a la tempestad que ha ocasionado en nuestro mundo la pandemia por la covid-19. Afamados escritores, políticos importantes y toda clase de líderes de opinión han descrito los efectos que todos, alrededor del mundo, ya vivimos. Otros audaces escritores, visionarios del futuro, han vaticinado lo que está por venir. Ambos posicionamientos suelen inquietarnos, pues la cantidad de sobreinformación que abunda en las redes suele ser realmente abrumadora.
Como jesuita en formación he tenido que seguir llevando mis estudios desde la más pura y dura virtualidad; ¡he pasado horas y horas frente a una pantalla luminosa! No quiero quejarme, pero sí desahogarme y compartir. Ha sido un tiempo verdaderamente abrumador. Y es que por más fe que podamos tener creo que a todos, quien más quien menos, nos aterra sentir nuestra fragilidad latente en nosotros y en los otros. No obstante, ha sido un tiempo también de gracia. En lo personal, lo que me ha ayudado (con todo y lo pesado que resulta esta situación) es mantenerme activo, «haz lo que haces» me diría mi maestro de novicios: la Eucaristía diaria, tener más tiempo para orar, clases en línea, aseos de casa, cocinar para mis hermanos, hacer deporte, leer, escribir; y desde luego, cada día tener mi ensayo de danza contemporánea. Muchas veces también he tenido que escuchar a varias personas por largos períodos de tiempo y llorar con ellas. Asimismo, con todos los cuidados pertinentes hemos salidos a compartir alimentos con los vecinos y personas de nuestros apostolados. El común denominador ha sido el amor puesto en las pequeñas cosas. Ha habido momentos en que los pensamientos me visitan produciéndome efectos de turbación: «¿Cuándo va a pasar esto? ¿Qué sigue después? Las personas de mi apostolado, ¿cómo la estarán pasando?» y una serie de preguntas interminables que, sólo escuchando la voz silenciosa del Buen Espíritu, se logran desvanecer: «Tranquilo, a cada día le basta su afán. ¡Vamos un día a la vez!».
Frecuentemente encuentro la expresión «hay que prepararnos para la nueva normalidad», pero la memoria de mi cuerpo se resiste a vivir distanciado de los y las otras. Nos hace falta la cercanía física de la alteridad, sentir que nuestro cuerpo forma parte de un cuerpo mayor. Sentir una tierna caricia. Un fraterno saludo. Un cálido abrazo. Por los mensajes que de mis familiares, amigos y amigas he recibido, percibo que nunca como ahora habíamos valorado tanto el sentido del tacto. Las palabras poéticas del Cántico espiritual de Juan de la Cruz me han ayudado a ponerle música y belleza a este inefable sentimiento que muchos experimentamos ante este confinamiento; es verdad, «mira que la dolencia de amor (y de la ausencia) no se cura, sino con la presencia y la figura». Mientras esa presencia se hace cercana, aprendamos otro modo de proximidad. Somos una única unidad, cuerpos espirituales y espíritus encarnados. Nuestro cuerpo es presencia y tenemos infinidad de maneras de acercarnos y cuidarnos: acariciar con la mirada. Abrazarnos con las palabras. Acompañarnos desde el estar, completos y presentes, sin hacernos partes; hasta que esta dolencia de la ausencia venga a ser curada por la presencia y la figura. Por la cercanía corpórea que nos hace humanos y cristianos.