Cuando una persona se siente vulnerable, como ocurre en la enfermedad, suele ser más sencillo poner a Dios en el centro. Quizá porque ayuda a equilibrarse ante diferentes tensiones: miedo y esperanza, incertidumbre y certeza, sueño y resignación, presente y futuro, lucha o rendición. 

Como médico, me siento un testigo privilegiado de esta presencia de Dios. Pero también responsable como instrumento suyo: ante un paciente sediento de experiencia de Dios, podemos ser cauce que ayude o presa que impida esta experiencia. Y es que también los sanitarios nos enfrentamos a diario a nuestras propias tensiones (profesión y misión, eficacia y gratuidad, profecía y sensatez, fortaleza e inseguridad, analítica y enfermo, consolación y desolación, estudio y oración, técnica y sentido, bienestar y bienhacer, cuidar y cuidarse…); y no siempre sabemos mantenernos en equilibrio. 

Por ello, el hospital se convierte en frontera de diferentes tensiones que, sorprendentemente, necesitan mezclarse entre sí y hacerse más complejas para encontrar el equilibrio. La clave para alcanzarlo es el Amor, que nace de poner las necesidades del otro -en el que intuyo a Dios- en el centro. 

Como consecuencia, al médico cristiano no le vale con aplicar conocimientos, técnicas y tratamientos. Ni si quiera con ser empático. Lo propio del médico cristiano es la misericordia (“obrar con un corazón que se compadece de las miserias humanas”), esto es, hacerse cargo de la realidad del otro y de la propia, confiando en que Dios actúa en ellas. Puede que no siempre sea suficiente para resolver el problema de salud, pero disminuiremos la sensación de soledad y alimentaremos la esperanza. 

Para esta actitud misericordiosa necesitamos aprender a mirar, palpar, escuchar, consolar y cuidar al modo de Jesús. Ojalá que, como San Ignacio en sus Ejercicios Espirituales, los sanitarios también pretendamos la conversión total de nuestra persona a Jesucristo. 

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