En pocos meses se celebrará el segundo aniversario de las JMJ de Lisboa. Unas multitudinarias Jornadas Mundiales de la Juventud a través de las que el Papa Francisco dejó no pocos mensajes de esperanza a las nuevas generaciones.
“Sustituyan los miedos por los sueños”, “la única situación en que es lícito mirar a una persona de arriba para abajo es para ayudar a levantarse” o “no tengan miedo” fueron algunas de las frases que quedarán grabadas, para siempre, en el corazón de todos los asistentes.
Pero si hay una frase que quedará en el recuerdo y que representa la esencia del Pontificado del Papa fue ese “todos, todos, todos” pronunciado en la Ceremonia de Acogida de las Jornadas. Unas palabras con las que el Papa Francisco reafirmó su mensaje de que la única Iglesia verdadera es aquella que acoge, sin excepción, a todas las historias, vivencias y realidades y que el Evangelio es un testimonio de amor y acogida universal, dirigido a cada persona sin distinción de raza, cultura, orientación o historia personal.
Un mensaje en comunión con ese “buscar y hallar a Dios en todas las cosas” tan ignaciano y que se traduce en una misión que no deja a nadie fuera y que se centra, especialmente, en los excluidos y marginados.
En una sociedad profundamente marcada por divisiones, conflictos bélicos y la post-verdad, ese discurso de acogida pronunciado por el Papa llama, sin tibiezas, a reafirmar el valor intrínseco de cada individuo a los ojos de Dios. De un Dios que acoge. De un Dios que es amor.
Un mensaje revolucionario que apuesta por un amor al prójimo que no cierra barreras, sino que rompe muros.
Un amor que no aísla pueblos, sino que construye puentes.
Un amor que no juzga, sino que desmonta prejuicios.
Un amor a todos, todos, todos. Esa es la verdadera propuesta del Papa.