A lo largo de estos días, decenas de miles de jóvenes están llegando a Lisboa para acudir a las Jornadas Mundiales de la Juventud. En algunos casos con el deseo de ver al papa Francisco, en otros con la idea de seguir creciendo en la fe y en más de un caso por el miedo a perderse un evento masivo muy al alcance de la mano. Y es que se trata del acontecimiento más multitudinario que existe, pues ni los Juegos Olímpicos ni los Mundiales de fútbol logran movilizar a tanta gente proveniente de todo el mundo en tan poco espacio y en tan sólo unos días.
Y creo que hay algo que debería emocionarnos más allá de las banderas, de la alegría contagiada y de los comentarios de mucha gente. El hecho de que tantos jóvenes salgan de su casa por una causa que les trasciende, que sepan divertirse sin que tenga que haber desfase de por medio, que se liberen del prejuicio de una sociedad que se mofa y que ignora lo religioso, que vivan el encuentro con personas distintas venidas de todo el mundo como una oportunidad y no como un peaje y que asuman que se puede vivir de otra manera. Jóvenes siendo jóvenes, jóvenes deseosos de tomarse la vida en serio.
Estos jóvenes no son sólo el futuro, son también el presente de la Iglesia, y por tanto de nuestras parroquias, de nuestros colegios y de nuestras universidades. En ellos está recrear con sus formas, con sus lenguajes y con sus aportaciones la fuerza y la pasión del Evangelio. Ojalá entre todos los sepamos acompañar, porque no sólo es la juventud del papa, sino que son, insisto, el presente de una Iglesia que sabe mirar hacia adelante.