Hace justo un año miles de jóvenes regresaban a sus casas tras las JMJ de Lisboa. Personalmente, no conozco a nadie que se haya arrepentido de ir a unas JMJ, pero sí conozco mucha gente que se ha arrepentido de no ir. Puede que para algunos fuese solo una experiencia más, como quien se va de interrail o se marca un buen erasmus, un check más de las cosas que tiene que hacer un joven hoy en día. También, para otros, supuso un auténtico punto de inflexión en su vida.

Sin embargo, para la gran mayoría de los que participamos de aquella experiencia no fue una viaje más, sino una experiencia que nos invitó a más. Como diría el papa Francisco, a pasar de ser jóvenes convencidos a ser jóvenes convincentes. A descubrir que en la vida solo hay una cosa gratis: el amor de Dios. A experimentar que la alegría es misionera, y entonces tenemos que compartir esa alegría los demás. A recordar que solo se puede mirar a una persona desde arriba, si es para ayudarle. Y para hacernos conscientes de que en nuestra iglesia hay sitio para todos, todos y todos.

Pero más allá de la sabiduría del papa Francisco, de pasarlo bien de forma sana y respetuosa, de convivir, de rezar y celebrar juntos la fe, hay una tarea que no podemos olvidar: hacer que nuestro rastro en el mundo sea también el rostro de Dios para el mundo. Que seamos antorchas de la luz de la fe en un tiempo donde a veces sentimos que por momentos se apaga el sentido, el amor y la esperanza. Que los jóvenes no sean solo el futuro de la Iglesia, sino también el presente, dándolo todo por el Reino, viviendo el Evangelio sin reservas, amando y sirviendo en todo a Dios, especialmente en las fronteras de nuestra realidad.

Ojalá que lo vivido hace un año no sea un recuerdo más, sino una llamada a hacer de nuestra vida una gran historia de fe donde Lisboa fue tan solo el primero episodio de una aventura que aún no ha hecho más que empezar.

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