la contemplación solitaria y el compromiso solidario de un monje del Císter
Nace en 1915 en Prades (Francia) en el seno de una familia de artistas de orígenes diversos. Siendo niño y adolescente perderá a sus padres, a sus abuelos y un poco más tarde a su único hermano John Paul. De sus progenitores heredará de forma imborrable una honda sensibilidad artística y un permanente desapego por las cosas.
Una orfandad que hará más hondo su gusto por la soledad y tierna su relación con María después de su conversión. «Señora, cuando abandoné la Isla que en otro tiempo fue tu Inglaterra, tu amor me acompañaba, aunque no pudiese saberlo…». Para Thomas Merton María es la mediación de la gracia de un Dios que le atrae incomprensiblemente hacia sí. «Cuando yo creía que no había Dios, ni amor, ni misericordia, tú me guiabas al centro de Su amor». «Siempre he sobrepasado a Jonás en mi misericordia. Jonás, hijo mío, ¿has tenido tal vez una visión mía? Misericordia tras misericordia, tras misericordia».
Porque este hombre lleno de dones naturales, con un ansia infinita de saber e investigarlo todo, pleno de atractivo intelectual y de curiosidad acabará rendido por el Amor. Anhelaba un mundo nuevo y poner sus talentos a sanar las heridas del mundo, pero no imaginaba que su compromiso por las grandes causas de la humanidad (contra la guerra, por los derechos humanos y civiles…) lo llevaría a cabo en la soledad de la abadía trapense de Gethsemany, en Kentucky, en la vida apartada y contemplativa, en la plenitud de Dios. «El monje está interesado no tanto por sí mismo cuanto por Dios y por aquellos a los que Dios ama».
«En un mundo de ruido, confusión y conflicto hacen falta lugares como estos, de silencio, disciplina interior y paz; no la paz de la comodidad, sino la de la claridad interior y el amor basado en el seguimiento total a Cristo». Por eso, buscará en la soledad de monasterio la palabra precisa, honda, discernida para un permanente coloquio de intimidad con Dios, pero también para hablar de Dios con palabras nuevas a sus contemporáneos y entrar en conversación con ellos. Eso son precisamente sus libros: la conversación ininterrumpida de un hombre que pregunta, reflexiona, intuye, observa y escribe. Todo le interesa, todo le apasiona; lo absorbe todo.
Murió en Bangkok mientras asistía a un encuentro interconfesional de monjes y monjas contemplativos. Había sentido un gran interés por otras religiones y expresiones místicas, y su viaje a Asía le ofreció esta oportunidad de contacto. Porque pensaba que «mediante la apertura al budismo, al hinduismo, y a esas grandes tradiciones de Asia, gozamos de una maravillosa oportunidad de aprender más sobre la potencialidad de nuestras propias tradiciones». Era el año 1968, tenía 53 años, y aquel día el Espíritu, fiel compañero de camino por los senderos de la montaña de los siete círculos, lo condujo hasta la cima.
Si quieres saber quién soy,
no me preguntes dónde vivo,
o lo que me gusta comer,
o cómo me peino;
pregúntame, más bien,
por lo que vivo, detalladamente,
y pregúntame si lo que pienso
es dedicarme a vivir plenamente
aquello para lo que quiero vivir.
Un testigo de la fe en medio de las viejas convulsiones del siglo XX y de las contradicciones de lo nuevo que se alumbraba.