En estos extraños y didácticos tiempos que nos ha tocado vivir a causa de la COVID-19, muchos hemos sido los que hemos tenido que reinventarnos, prácticamente de un día para otro. Eso nos ha tocado a los docentes.

En el mundo de la enseñanza ha irrumpido sin remedio el tele-trabajo. Y si echábamos horas antes…¡ahora el tiempo de trabajo no tiene límites! Los espacios de clase y los de casa se han mezclado sin distinción. No ha habido horarios para atender a dudas, para corregir, para entrevistarnos con familias, para reunirnos, para escudriñar las diferentes órdenes ministeriales que nos han venido y que no siempre han ayudado a esclarecer qué teníamos que hacer. Ahora eres profesor/a todo el tiempo, postrado/a ante una pantalla que ha sido el único contacto con nuestro alumnado.

La burocracia se ha comido muchas vocaciones en este proceso, forzándonos a demostrar que ‘trabajamos’, teniéndolo todo perfectamente registrado y ‘empapelado’, siempre bajo la desconfianza de una sociedad que no termina de creerse que un docente trabaja. Todo debe quedar reflejado, escrito, archivado, pues nos puede más el temor de que alguien venga a exigirnos cuentas que la creatividad y el deseo de hacer que enseñar sea algo, no solo necesario, sino realmente hermoso. Y ya, si hablamos de las evaluaciones… Los métodos de evaluación nos han convertido a los docentes (aunque yo siempre he preferido la palabra maestro o maestra) en simples correctores, inspectores que dan el visto bueno con mucho cuidado de no faltar a ningún dichoso criterio, indicador o estándar. Porque, al final, eso es lo que debe quedar plasmado: una nota. Eso es lo que nos van a pedir, y es eso, incluso, lo que evaluará nuestro trabajo.

Y enseñar… ¿dónde ha quedado? Este tiempo hubiera sido la oportunidad para trascender de verdad los métodos de enseñanza que venimos usando.

Vivimos atados a las programaciones, ¿y no hubiera sido esta la llamada a ir más allá? No sé, para salirnos de temarios, para buscar lo práctico en lo que enseñamos, para alimentar la creatividad de nuestro alumnado, para incentivar el deseo de saber más allá de la nota. Hubiera sido ideal unir la realidad que estamos viviendo con lo que los libros nos cuentan, trenzar las ciencias y las letras con la vida, buscar ‘aprender’ de otra manera, mucho más práctica, mucho más cercana a sus necesidades, sus emociones, sus interrogantes.

Sí, este habría sido el tiempo ideal para acompañar, porque enseñar es eso también para el docente que siente esta profesión como una vocación. Acompañar a «nuestros niños y niñas», cuidar, velar por sus sentimientos en estos tiempos de incertidumbre, caminar a su lado, escuchar sus preguntas aunque no siempre tengamos la respuesta (a veces tampoco es necesario tenerla). Acompañar y acompañarnos unos a otros. Sí, este hubiera sido el tiempo oportuno para ello.

Por eso, ahora que el futuro no pinta demasiado claro, ¿nos resignaremos a tele-enseñar o seremos capaces de dar un paso más y reinventarnos de verdad, más allá de leyes y boletines oficiales? Yo aún mantengo la esperanza de que la COVID-19 también remueva los cimientos de una de las cosas más importantes de nuestra sociedad: la educación de nuestros niños y niñas.

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