Ocurrió la semana pasada. El titular decía: «Detienen a una mujer por agredir a dos profesoras del colegio de su hijo». Y a mí, como profe que soy, me vino a la cabeza: «otra más, y las que nos quedan…». Se detuvo a la mujer, los profesores hicieron una manifestación de protesta, y ya está. Hasta la próxima. Y es que son muchos los docentes que, en el desempeño de su labor, se ven sometidos continuamente a la violencia por parte de las familias, y de la sociedad en general. Pero, ¡ojo!, que no es solo violencia esa que se reparte a base de tortas y porrazos. Esta violencia es la punta del iceberg.
En el día a día hay una violencia sutil y agazapada que se manifiesta de muy diversas maneras y que no sale en los telediarios: malas contestaciones por parte de los alumnos, muchas veces respaldadas por los padres; críticas continuas hacia la labor educativa («¿y no podría usted dejar que el alumno decida por sí mismo cuándo ir al servicio?», «¿no está usted mandando demasiados deberes?», «en el caso de mi niño, ¿no sería mejor que usted lo evaluara de esta forma y no de esa otra?»); exceso de burocracia (programaciones, informes, pruebas, medidas adoptadas, revisiones continuas de las medidas adoptadas, planes de trabajo, memorias, nueva ley educativa…); presiones (entrega de todos los papeles anteriores en las fechas que se te piden sin dejar de dar las clases y darlas bien, atendiendo a todos tus alumnos en su diversidad); advertencias (a finales del curso pasado el claustro de un colegio de Sevilla se vio obligado, por miedo, a aprobar a un alumno que no había asistido a clase en todo el curso), y falta de respeto hacia nuestro esfuerzo y dedicación («con lo bien que vivís los profesores… todas las tardes libres y tres meses de vacaciones»).
Enseñar ha pasado a ser una profesión a realizar desde las trincheras, esquivando las balas que desde la sociedad y las familias te lanzan tantas veces. Una trinchera en la que muchas veces te ves sola. Por ello, son muchos los profes que, tras varios años en la lucha, se hacen/nos hacemos la pregunta de «¿merece la pena?». Y es que enseñar implica, entre otras cosas, corregir, pero, en esta sociedad de seres ‘blandengues’ que estamos creando, la mejor manera que algunos padres tienen de demostrar a sus hijos cuánto los aman es evitándoles cualquier tipo de sufrimiento, aunque sea ése que es necesario para madurar y crecer como persona.
Todo esto no es más que el reflejo de la falta de confianza que pulula entre nosotros. Las personas nos hemos vuelto desconfiadas las unas con las otras, y vemos al prójimo como aquel que seguro que nos va a hacer daño más que como quien nos puede ayudar desde el ejercicio de su función. Hemos dejado de creer, no solo en la profesionalidad de quien ganó ese puesto justamente, sino también en la bondad del otro, en las buenas intenciones. Hemos abandonado el diálogo cuando los malentendidos se han dado y, por supuesto, hemos dejado de pedir perdón y de perdonar.
A pesar de todo, la vocación por enseñar tiene algo mágico, y es que se alimenta de pequeñas cosas: la sonrisa de un alumno, un «¡me ha gustado mucho tu clase!» o un «seño, ¿me das un abrazo?» pueden hacer que se ilumine la trinchera más oscura. Habrá que seguir en la lucha, ¿no, Señor?