Hay quienes tienen miedo a servirse de la imaginación para pensar el futuro. ¿Por qué? Es cierto que la palabra imaginación puede despertar connotaciones sospechosas: ¿no se piensa de ella que es “cosa de niños”, o “la loca de la casa” y que “levanta castillos en el aire”, como si perturbase el trabajo de la sesuda y siempre seria razón? ¿No es una creencia más o menos compartida el que la madurez y la sensatez tienen que ver con la atenuación de la fantasía, cosa que, además de ser falsa, resulta ser una pérdida incruenta pero dolorosísima?
Pero privarse de la imaginación y de su prima la fantasía supone echar el candado a la creatividad y olvidar el plano que nos indicaba cómo llegar a la isla de la fecundidad. Porque, en realidad, la imaginación es la auténtica isla del tesoro, la matriz oculta de la realidad, la chispa que enciende el amor que no se cansa, la que proporciona la audacia para cambiar el agua en vino…
Sólo desde la imaginación humana podemos desenmascarar la chata materialidad cuyas raíces buscan ahogar el corazón del mundo. Graham Greene acertó al escribir que “el odio es un fracaso de la imaginación” porque nada hay tan aburrido y monótono como alimentar negros rencores. A través de escondidos recovecos y dormidas posibilidades, la imaginación lleva de la mano al amor y lo hace sorprendente, atrevido, valiente, duradero, siempre nuevo. Por eso es decisivo que reguemos y cultivemos con mimo nuestras imágenes interiores, algo tan vital como el comer o el dormir, y que opongo a la aridez de la actitud que tan a menudo nos rodea, porque tienen el poder de convertir lo real en fuente de abundancia o, por el contrario, en una triste fábrica de amenazas y dificultades.
Atreverse a imaginar, como cualquier viaje, se comienza con inquietud, pero se termina con nostalgia. Y además, no estamos solos en esto, no olvidemos que todo lo que existe para nosotros en este mundo comenzó porque Alguien lo imaginó primero. Bueno, entonces… ¿te atreves?