Hay cosas que no nos cuesta hacer, que las hacemos fáciles y perdemos la noción del tiempo cuando las hacemos. Hay cosas que no forman parte del servicio a la causa, de lo debido o lo obligado, por muy importante que esto sea, claro está. Estamos obligados a hacer también lo que nos gusta y nos sale de dentro… Cultivar el talento, poco o mucho, es un deber que el mundo merece de nosotros y que no le podemos negar.

Jesús lo explica en la parábola de los talentos, lo importante no es la cantidad absoluta, sino la cantidad relativa. No es importante si damos 30, 60 o 100, mientras demos el 100% de lo que podemos dar. Quien tiene más que dé más, y quien tiene menos que dé menos, pero tanto uno como otro que den todo lo que tienen. Eso es el talento.

Craso error camuflar el talento, disimularlo, y no digamos ya sepultarlo por miedo a perderlo. No pierdo el talento cuando lo expongo, sino, al revés, cuando lo escondo. Dos enemigos amenazan entonces esta liberadora concepción del talento. Por un lado, hay una moral de banda estrecha que apaga el talento y estimula la falsa modestia, que sirve como coartada para no arriesgar y no compartir lo que uno tiene. Esta moral represora puede ser de derechas o de izquierdas, para que nos entendamos, puede reprimir a cargo de la falsa modestia o a cargo de la ideología que lo supedita todo a la causa, incluso la alegría.

El otro enemigo del talento es la enfermiza dependencia que tenemos del juicio ajeno. El juicio ajeno es imprescindible si está hecho para estimular, aunque sea crítico. El problema es cuando ese juicio busca reprimir y desactivar el talento ajeno por envidia o por mezquindad. Es una lástima ver como proliferan los jueces mezquinos del talento ajeno. Hay que ver lo que han conseguido hacer con Susan Boyle, una mujer sencilla poseedora de una portentosa voz, a quien consiguieron confundir, espectacularizando su indudable talento y convirtiéndolo así en una caricatura de sí mismo. El talento convertido en pura carnaza televisiva.

Lo importante no es el éxito ni la fama, sino el talento. Lo importante es el placer y el amor que destilamos cuando le damos cancha al talento, aunque nos equivoquemos, porque sin equivocaciones no hay talento. El talento nace cuando se alía una inclinación personal con su pertinaz cultivo en el modesto invernadero de los ensayos fallidos y del volverlo a intentar. 

Eso no quiere decir que lo que realizamos vaya a tener un valor reconocido; es más, puede incluso que sea, en cuanto a valoración “objetiva”, un auténtico churro; pero si está hecho con talento, con la desvergüenza que da el talento cuando es vivido sin complejos y sin escrúpulos paralizantes, entonces su valor es lo máximo que se puede esperar, y no hay nada que valga más.  Aquello que da valor al talento es el amor, aliado sin duda con el oficio, en una combinación lúdica que le quita ese halo de solemnidad adusta con el que se ha solido envolver siempre a la verdad.

 

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