Elizabeth Alexandra Mary, cuando no llevaba corona ni se cubría de armiño, me recordaba a una de mis pacientes, a la que me referiré con el nombre de C. Sin embargo, en la cianosis que aparece de vez en cuando en las manos de C. no suelen reparar los redactores del Times o el Guardian, como se alertaron por la de Isabel el pasado 8 de septiembre. Mientras los achaques de C. atraviesan la sigilosa mañana en un sencillo consultorio rural, los últimos de Isabel aún sobrecogieron al mundo entero, zarandeado por guerras y desencuentros pero todavía dispuesto a conmocionarse ante la muerte de una de sus figuras más célebres. Aquellas manos violáceas de un cuerpo con sangre también roja, en su último descanso veraniego de Balmoral, fueron primero protocolo, que con un besamanos a la reina celebran los británicos el traspaso de poderes, y luego preocupación, pues su color alarmaba y así lo manifestaron los médicos que la asistían, en un preludio de su agonía.
Junto a su cama (que podemos imaginar, si queremos, en una regia alcoba de cuento de hadas), también ellos, como lo haría yo si tuviera a C. delante, se sentirían llevados por un instinto natural a tomar sus manos con ternura, asimilando la fuerza endeble o acelerada de su pulso, calculando la fragilidad de su piel, transmitiendo así a su paciente que nunca se debe estar solo en el trance de la enfermedad y que, más allá de poner la ciencia a su servicio, se compadecían humanamente a la cabecera de su lecho.
«¿Qué se hizo el rey don Juan? / ¿Los Infantes de Aragón, / qué se hizieron? / ¿Qué fue de tanto galán? / ¿Qué fue de tanta invención / como truxieron?». Llegada ya Isabel II al mar que es el morir, con los versos de Jorge Manrique se puede mirar atrás y distinguir sus efímeras glorias mundanas, o vislumbrar una eternidad que nuestra esperanza anhela en Dios para ella (God save the Queen), pero ante todo el poeta me invita a fijarme en las manos ancianas de C., tan semejantes a las de Isabel, para seguir tomándolas y admirar en ellas el color de su vida, otro río que alcanza igualmente el curso bajo y atesora mucha sabiduría en sus orillas.