A veces, leyendo noticias de Iglesia, comentarios sobre determinadas personas, instituciones, declaraciones, etc. te encuentras con algo muy frecuente: hay algunas personas (creo que no muchas, desde luego no una mayoría) que han encontrado en internet (en algunos foros, blogs, secciones de comentarios, etc) un espacio que les permite hablar «en nombre de…» (la verdad, la fidelidad, Dios, lo que las cosas deben ser, etc) cuando en realidad solo están hablando en su propio nombre –que es muy legítimo, pero mucho más limitado–. En sus comentarios se suelen mezclar insultos, generalizaciones, críticas gruesas, y el reparto de medallas o palos en función de que lo que se dice o se hace coincida con sus sensibilidades, gustos y opiniones –y ahí no se libra ni el papa de sus diatribas–.

No debemos caer en la trampa de entrar al juego de polémicas innecesarias –cuando hay conflictos reales que necesitan de discusiones y diálogos mucho más necesarios–. Tampoco deberíamos callar por miedo. Ni tampoco tendríamos que pensar que quienes así se comportan son una mayoría o una multitud. Son pocos, con muchos pseudónimos, y los mismos en todas partes. Se siguen. Se contestan unos a otros. Aburren a las piedras.

Lo mejor es ni leerlos. Y seguir trabajando, con obras y palabras, aprendiendo de los aciertos y rectificando en los errores –que todos tenemos de ambos–, por el evangelio, en este mundo, en esta sociedad y en esta Iglesia.

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