Puede que te enfrentes a ella en unos días, o tal vez ya la superaste hace unos años. A lo mejor la conoces porque algún familiar la ha hecho o quién sabe si eres tú uno de los responsables. Hablo de la selectividad. Una prueba llamada a la extinción y que de alguna manera orienta y condiciona nuestro sistema educativo. Cualquier prueba por precisa que pueda parecer nunca va a ser del todo justa.

Cuando uno se acerca a este examen, y a otros tantos en cada historia, lo inmediato es urgencia y parece que estos días son los más decisivos. Nos dejamos llevar por los nervios, el miedo al fracaso y el cansancio del curso. En ella van nuestros sueños y nuestros esfuerzos pero el tiempo y la experiencia demuestran que la vida es mucho más que una media. Los resultados son importantes, pero corremos el riesgo de reducir todo a lo mismo. Nos olvidamos de que el fracaso y los límites son tan reales como imprescindibles.

A pesar de todo, conviene recordarnos que no es más que una prueba. Independientemente de la calificación el mundo sigue girando y una media, por buena o mala que sea, no puede determinarnos la vida, aunque a veces lo podamos creer. Quizás el error está en pensar nuestra vida en números: ya sean euros, goles, “likes”, o, en este caso, en una media. O que seremos mejores personas y más felices por tener una u otra profesión. Ojalá entre todos, podamos comprender que los exámenes importantes están en nuestro día a día, en nuestra relación con los demás, en las decisiones que dependen de nosotros y en el amor que podamos poner en las cosas, porque la suerte, las horas de biblioteca y el café son necesarios, pero no tienen la última palabra. Al fin y al cabo, la vida da muchas vueltas.

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