Ahí están. Ya llegan esos sinvergüenzas. Dispuestos a quitarnos vida social, o funciones vitales (léase sueño), durante una temporada. “Ellos” son “Los exámenes”. Es curioso, porque resulta que hay quien diría que durante los períodos de exámenes Dios está de enhorabuena. El número de fieles aumenta como la espuma y a toda santidad le pita los oídos de tanta reclamación milagrosa. Pero, como siempre, como todo… Después de la tormenta llega, no la calma, sino el olvido. Y nos olvidamos del apuro que, al final, pasa pronto. Y olvidamos que hemos rezado a ¿alguien? Pidiéndole ¿algo? Y suceda o no ese algo, aquél alguien cae en el olvido más absoluto.

El hombre, ante la necesidad, se agarra a lo único que le puede salvar. El joven, cuando tiene exámenes (a menudo ocurre que cualquier asignatura se convierte en la peor del mundo y el Apocalipsis a su lado es, ¡bah! mero trámite), se agarra a lo único que cree que le dará el cinco. (Nota: con algún día más de estudio, seguro que hubiera aprobado con holgura).

Pues siento decirles, decirme, decirnos, que los cincos no los da Dios, ni Paula Vázquez en el Euromillón (ya podría). Los ganas tú, con tus capacidades, ¿dadas por quién? ¡Bingo!

Y siento decir que nos lo montamos muy mal. Porque en lugar de martirizarle (a Él), deberíamos relativizarlos (los exámenes). Que un examen es un examen. Ninguna desgracia. Ni una enfermedad, aunque los sudores fríos, doctor, van y vienen y sí, las náuseas son constantes antes de entrar en clase y comenzar a escribir. Pero en esta vida, sin lugar a dudas, hay cosas mucho peores.

Y ¿qué tal si cambiamos? Y en lugar de pedir tanto damos gracias. Quizá por poder llegar al cinco punto gracias. O quizá por pasar el sobresaliente. Tal vez por tener un día más o simplemente los justos. Qué tal si damos gracias tan sólo por hacerlos, por tener esa oportunidad de abrirnos las puertas hacia eso que queremos, y que no es otra cosa que la libertad de decidir con otra perspectiva.

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