«Es completamente indignante, no puede ser que se tiren los trastos en el hemiciclo, pero luego estén de compadreo en la cafetería, en los pasillos…». «Lo único que les interesa es llenarse los bolsillos y en eso son todos iguales». «Es todo un puro teatro, en realidad ni creen en lo que dicen ni les importa la ideología que defienden, solo mantener el sillón…» Y de estas, miles habrás escuchado este puente. El vídeo de la charla distendida entre Pablo Iglesias (Podemos), Inés Arrimadas (Ciudadanos) e Iván Espinosa de los Monteros (Vox) en el acto institucional por el Día de la Constitución no ha sentado bien en general. Nos ha dado la sensación de que toda la retórica es pantomima y que las diferencias insalvables no son tales.

Sin embargo, debo decir que me ha resultado reconfortante esa escena. Y más aún en el contexto de celebrar la Constitución. En medio de una espiral ascendente de confrontación, del discurso del «y tú más», de la demonización del contrario ideológico, ha sido como recordar que no está todo perdido, que no se han volado –todavía al menos– los últimos puentes que pudieran permitir un diálogo de fondo y en profundidad sobre las cuestiones políticas que de verdad nos importan.

Poder asomarme a ese espacio libre de marketing, de asesores y de palabras medidas entre políticos de tan contrario signo me ha devuelto la confianza en que, si algún día las cosas se tuercen, nuestros representantes seguirán siendo hombres y mujeres como los demás, capaces de dejar a un lado las diferencias, capaces de un diálogo cordial desde la diferencia, de mantener el respeto y las formas cuando toca, sin olvidar cada uno la postura que defiende, pero sabiendo que hay cuestiones más importantes que el color que defienden.

En este último año este tipo de resquicios de esperanza han estado completamente ausentes. Solo nos han dado la oportunidad de verlos enfrentados, separados por abismos insalvables y cada vez más lejanos. Quizás también porque es lo que demandamos los ciudadanos: un Congreso más parecido a un programa de cotilleo donde todos hablan gritando, pero nadie dice nada. Este tipo de escenario nos cabrea y nos fascina por igual.

Y nuestros representantes, acostumbrados a situarse allí donde más audiencia hay, son conscientes de que todo lo que se salga de ese escenario será visto con escepticismo, aburrimiento y sensación de que «son todos iguales». En esa constante demanda porque nuestros políticos sean «diferentes» quizás estamos dando más importancia al personaje que a la persona. Por eso cuando los vemos como personas normales, como tú o como yo, nos cuesta tanto asumirlo.

Ojalá este tipo de escenas sea lo habitual, aunque no lo veamos, aunque tengan que mantener el personaje que dicta la política de la imagen. Ojalá el diálogo –el que no necesita foco ni audiencia– se esté dando realmente, entonces podremos creer que no todo está perdido.

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