Han pasado ya varios días desde que se conoció el desenlace de las elecciones madrileñas, las mismas que demuestran otra vez más que vivimos en un país donde «todos somos iguales, pero unos más iguales que otros» –y si no, basta con mirar el apagón informativo que hay a todo lo que no sea Madrid y Cataluña, el doble rasero para leer la realidad o el desprecio por el oponente–.

Entre los diversos recuerdos que quedarán de esta horrible campaña, está el resbalón del director del CIS calificando a los votantes del partido rival de «tabernarios».

En mi opinión no se trata de que en España solo unos sean los tabernarios, en parte creo que lo somos un poco todos independientemente del color de la papeleta, y nos encendemos rápido con la política, con el fútbol, con la religión y ahora hasta con la medicina. Sin embargo, hay una paradoja que debemos admitir: por mucho que nos creamos en posesión de la verdad, el voto del que pontifica en la taberna vale lo mismo que el del politólogo, que el del adolescente que acaba de lograr la mayoría de edad o del que perdió a su padre en la Guerra Civil. Y es paradójico, sí, pero también es la naturaleza de la democracia que nos enriquece, nos une y nos debe enseñar a aceptar, valorar y dialogar con el otro por muy diferente que pueda llegar a ser. Una naturaleza que no surge precisamente de la ideología del gobierno de turno, sino de la dignidad de las personas que forman un pueblo y que pretende reconocernos a todos como iguales, vayamos o no a los bares.

Lo más grave de todo esto no es el traspiés en el comentario o la utilización de una expresión desafortunada, más bien el uso de las instituciones públicas para hablar deslenguadamente en interés propio. No me imagino qué pasaría si otros responsables políticos que piensan diferente hicieran lo mismo, o la Iglesia o hasta algún equipo de fútbol. Quizás el problema es que en España todavía algunos se olvidan de la importancia de sus palabras y de sus actos y piensan que sus ideas les hacen mejores personas porque sí, y esto en democracia es dramático, porque convierte la fraternidad a la que todos deberíamos aspirar en burda superioridad moral, y así, poco a poco, reabrimos una herida que nunca logramos curar.

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