Estos días el parlamento británico ha legalizado el aborto hasta justo antes del nacimiento. Igualmente, Francia ha introducido en la constitución el “derecho” al aborto. Unas leyes que pueden mostrarse como avances sociales, y que cuentan con el apoyo de mucha gente -en algunos casos desde la buena voluntad y el deseo de defender a las mujeres, no lo podemos obviar-. Sin embargo, sabiendo que es un tema complejo y delicado, donde toca el sufrimiento de muchas personas, no dejan de ser las consecuencias del declive moral de Europa, donde la dignidad del ser humano es dañada en nombre de las ideologías y de una clase política que confunde la libertad con el endiosamiento de los individuos, acabando incluso con la vida de criaturas no nacidas. Y conviene hablarlo sin histrionismos pero con argumentos sólidos, y buscando siempre la mejor forma de ayudar de verdad a las mujeres, al conjunto de la sociedad y a toda la humanidad.

Probablemente, si esto lo viéramos en cualquier especie del reino animal nos dejaría estupefactos. A mí, esta situación me recuerda al mito de Saturno, que acababa con su propia descendencia por miedo a perder su trono -y su protagonismo- y así cambiar su situación ventajosa. Es la tragedia de una civilización que suspende su propia conciencia para no reconocer el valor sagrado de cada vida humana por miedo a incomodarse, sometiéndolo al juicio único y todopoderoso de los propios individuos. Y sobre todo, que da más peso a la idea que a la propia realidad, como si el universo de las ideas se volviera en contra de la propia naturaleza, como si los nuevos autoproclamados dioses decidieran el todo y la nada, qué vidas valen y qué vidas no tienen derecho a vivir.

Por mucho que algunos sectores lo jaleen, esta forma de progreso desenfrenado no puede convertirse en el árbitro que decide cuál es la delgada línea del bien y del mal. Ningún buen avance puede estar en contra de la vida, por mucho que tenga mayoría en un parlamento. Quizás forma parte del delirio herodiano de una sociedad y una cultura ebria de sí misma que, harta de consumir, consumir y consumir, decide arrasar con todo lo que tiene, incluidos sus dones y valores más preciados, cueste lo que cueste. Como seres humanos, estamos llamados a cuidar, acompañar y proteger cada vida humana -especialmente, las más frágiles, ya sean hombres o mujeres, nacidos o no nacidos-, no a convertirnos en dioses griegos que deciden quién sí y quién no merece existir mientras enarbolamos al viento la bandera de la libertad, aderezándola siempre con bonitas palabras, eufemismos y muchas dosis de empatía.

Primero fue Saturno, luego Herodes y, ahora, por desgracia, la nueva Europa.

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