Estos días, el parlamento de España ha terminado de tramitar la llamada «Ley Trans» y la reforma del aborto. Debates de los que se habla mucho, en los que pocos escuchan y donde casi nadie piensa en la vida de las personas involucradas –ni en el impacto que pueden tener en el futuro como sociedad, dicho sea de paso–. Son vueltas de tuerca ruidosas y estridentes, y que detrás de unas cuantas polémicas ideológicas, estrategias ocultas y mucho marketing electoral, desvelan un problema al que debemos enfrentarnos como civilización, tanto ahora como en las próximas décadas: la defensa de la dignidad humana.
En mi humilde opinión, el problema se vuelve cada vez más profundo, como si la pendiente se pusiera más y más cuesta abajo. Cuestionan, sigilosamente, el concepto básico de persona y nuestra obligación como humanidad de proteger la vida humana, abriéndonos inconscientemente hacia un tiempo más incierto todavía. A veces da la impresión de que queremos pasar de pantalla sin habernos puesto de acuerdo sobre nuestra propia percepción del ser humano y sin una propuesta antropológica clara –más allá de la exaltación de la libertad, del consumismo y del hedonismo radical–. Y claro, a río revuelto ganancias de pescadores, y las ideologías, el mercado y la tecnología acaban decidiendo por nosotros, y de paso marcando el ritmo de la sociedad.
Las pancartas, los políticos que las portan y la ciencia no suelen responder a preguntas abiertas sobre cómo ponemos límites a la libertad cuando esta se excede, sobre la delgada línea entre el bien y el mal, sobre quién protege a los más indefensos o sobre quién asume las consecuencias de sus decisiones. Parece que el grito, el interés electoral y la emoción eclipsan cualquier tipo de razonamiento sobre algo tan esencial como nuestra propia naturaleza. Y sobre todo, ¿qué hacemos para proteger la vida humana en este convulso siglo XXI?
Ley tras ley y polémica tras polémica no deben hacernos olvidar que somos personas con cuerpo y alma, y que nuestra vida no debe pivotar sólo sobre dimensiones únicas como la libertad o el placer –por muy importante y necesarias que puedan ser–. Sin querer, podemos descuidar que nuestra percepción de la persona determinará el devenir de la humanidad en las próximas generaciones, y que si soslayamos elementos tan esenciales como la dignidad de la vida humana, la trascendencia y por supuesto el amor corremos el riesgo de convertirnos en meros objetos de consumo, en máquinas o en simples animales. Y los siguientes pasos, cada uno se los puede imaginar a su manera, porque el futuro puede que sea tan extraño como peligroso.
El hombre no puede ser un lobo para el hombre.