Hace años, en una céntrica calle de mi ciudad había un cartel que animaba a ir al cine con un reclamo irrebatible: “Sea usted joven, vaya al cine”. Hoy en día, deberían poner otro cartelón -ahora sería una pantalla luminosa, claro está- bien visible que empujara a un gesto tan cotidiano como en trance de desaparición: “Sea usted niño, salude”.
Saluda a la cajera del supermercado y al conductor del autobús, a las personas con que te cruzas por el pasillo de la facultad y en la cola del concierto. Porque el que saluda se lanza al vacío casi con gesto kamikaze de no saber si el otro le responderá. No dosifica el esfuerzo sino que lo arriesga todo con amplitud de miras, a la espera de una respuesta… que puede llegar o no. Quien responde a ese inicial saludo introductorio se deja sacar de la comodidad que supone el propio ensimismamiento. Hay un antes y un después del saludo, ninguno de los dos sigue igual.
El profesor Giovanni Cesare Pagazzi, arzobispo Archivero y Bibliotecario del Vaticano, nos enseñó hace poco que “el saludo es el primer paso para la evangelización” y, en consecuencia, “Cristo nos pide que saludemos primero”.
Realmente, no se me ocurre gesto más a contrapelo de la sociedad individualista y encerrada en sí misma que el del primer saludo, origen de cualquier interacción humana. Sobre todo, porque como dijo el segundo del Dicasterio para la Cultura y la Educación, “en el infierno de Dante no hay sonrisas ni saludos”. Y no queremos que nuestras ciudades se conviertan en un infierno, ¿verdad?



