Hasta hace unos días casi nadie sabía de él a pesar de haber ganado diez de las últimas once maratones que había corrido. De la noche a la mañana el atleta keniata Eliud Kipchoge ha logrado batir el récord del mundo y poner al atletismo en el centro de todas las miradas. Una gesta que engrandece esta legendaria carrera y que se suma a otros hitos deportivos como el Dream Team de Barcelona 92, la puntuación de Nadia Comadeci en Montreal, los Roland Garros de Rafa Nadal o la exhibición de Jesse Owens ante Hitler en 1936 entre otros.
Más allá de la foto, la medalla y el homenaje en la Puerta de Brandenburgo hay una historia que habla de humanidad en estado puro. Un deseo de superación y un sacrificio que hacen que el mérito de la hazaña no esté en una marca, sino en el trabajo que lleva detrás. El deporte, una vez más, nos recuerda que el ser humano es capaz de mejorar y luchar por escribir grandes leyendas. En una Europa carente de inspiración donde parece que faltan motivos para luchar, cuando parece que las utopías solo merecen la pena si conllevan beneficio económico y los populismos –algunos con tintes xenófobos– despiertan el recelo y abren la puerta al miedo, el deporte nos enseña por enésima vez que el esfuerzo y la solidaridad, los grandes ideales y la sana ambición todavía tienen cabida en nuestro mundo.
Dicen los entendidos que el hombre tardará décadas en bajar de las dos horas en esta prueba. Ojalá que para entonces hayamos roto otros límites más costosos que los 42.125 metros de una maratón. No los del deporte, me refiero a los humanos que resultan tan artificiales como innecesarios. Hablo de los límites económicos que hacen que haya una brecha creciente entre ricos y pobres. Los límites legales que dejan a muchos en la cuneta por haber nacido en el lado equivocado. Los límites sociales que niegan que la educación, la vivienda y la sanidad son derechos universales. Los límites culturales que nos impiden amar la naturaleza y respetarla. Los límites políticos que confunden el diálogo con el insulto y la verdad con la mentira. Los límites existenciales que solo ven lo material y niegan que hay algo más. Los límites personales que nos molestan para ver la realidad con nitidez y misericordia. Los límites, sean del tipo que sea, que hacen que no podamos ver al ser humano en todo su esplendor.