Basta seguir los Juegos Olímpicos para descubrir que no todo son medallas de oro -ni tampoco provocaciones innecesarias, dicho sea de paso-. Que hay lágrimas como las de Alcaraz o gritos de dolor como los de Carolina Marín. Y también otras tantas decepciones grandes y fracasos estrepitosos. Detalles como el de la china He Bing Jiao -que portaba un pin de España durante la entrega de medallas- o los gestos de Simone Biles alabando el trabajo de la brasileña Rebecca Andrade. Y así, otras tantas bonitas historias que hacen grande el deporte y muestran el lado más humano del deporte.
Además del sacrificio, del necesario espíritu competitivo y de la gloria del ganador, estos detalles nos recuerdan que el deporte está formado por personas, tan frágiles y sencillas como tú y como yo. Y que quizás nuestras vidas tienen mucho de esto, de saber aceptar las vicisitudes de una realidad imperfecta que sí o sí tenemos que asumir, aunque a veces duela. Y es ahí donde también debemos mostrar nuestra propia grandeza. Reconocer que hay un algo que no controlamos y que se vuelve un factor determinante, que lo mismo te lleva a lo alto del pódium o te condena a un triste diploma olímpico -en el mejor de los casos-. Sencillamente, que la vida se puede torcer y que estamos obligados a dar una respuesta a la altura de las circunstancias, aunque por momentos todo parezca un desastre.
En el deporte, y diría que en la vida, lo importante no es participar, no nos engañemos. Lo importante tiene que ver con darlo todo, con ir al máximo en cada momento, seamos campeones olímpicos, nos toque empezar desde el banquillo o nos eliminen en primera ronda. Hacer bien lo que nos toque hacer, dar la cara cuando el viento sople en contra. Con dar lo mejor que tenemos, cueste lo que cueste. Y es ahí donde todos podemos ganar, aunque a veces los resultados no acompañen.