La convivencia, la comunidad, la fraternidad, en definitiva, no es una plácida convergencia de miradas homogéneas. Es el resultado de mucho acuerdo, más de un conflicto, y un lento aprendizaje sobre cómo lidiar con la diversidad de opiniones, sensibilidades y situaciones. Cuando se consigue que la diferencia no sea automáticamente un problema o motivo de descalificación y ataque, empieza a ser posible convivir. Sin embargo cada vez vivimos más sobre el polvorín de la hipersensibilidad, la ofensa constante y la convicción de que las identidades propias se construyen sobre las ruinas de otras. Y ojo, porque esto es muy fácil que se cuele en reivindicaciones que, si bien son legítimas y, más aún, necesarias, pueden buscar el atajo resultón que solo produce heridas: Feminismos construidos sobre la demonización del varón. Reivindicación de lo laico que se recrea en las pullas al clero. Lecturas planas de la historia –sin contexto ni proceso– para condenar al pasado por no haber sido como el presente, sin importar que estemos hablando de hace cien, quinientos o mil años. Tradicionalismos que machacan a quien intuye la necesidad de cambios. Progresismos que ridiculizan a quien valora la tradición. La lista podría seguir… Lo que me parece cada vez más claro es que cuando para reivindicar una identidad tienes que descalificar otra, ridiculizar otros caminos, simplificar opciones ajenas o visibilizar únicamente estridencias, algo falla. Yo, la verdad, empiezo a estar bastante cansado de gente que reivindica su identidad a base de poner a parir la de los demás.

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