La agitación política de las últimas semanas llena las noticias y las conversaciones de «ismos», sufijo con el que solemos designar aquellas posiciones extremas o sesgadas que lejos de buscar lo común se resguardan escorándose en determinadas ideas o prácticas.
Esta corriente, cada vez más común, es una de las causas del ambiente de crispación social en el que nos movemos y responde en muchos casos a un creciente sentimiento de inseguridad. Las ideas, los símbolos, los consensos sociales, las instituciones se tambalean ante los aires de cambio y se necesitan rocas en las que sentirse seguro. Por eso muchos buscan peñascos en los que poder construir una atalaya desde donde defender sus convicciones, pero no siempre la roca más escarpada e inaccesible es la que más seguridad confiere.
En la Iglesia no somos ajenos a esta tendencia defensiva. Aunque algunos pueden caer en el extremismo ideológico, creo que la mayor tentación hoy se encuentra en encerrarse en los grupos identitarios: mi grupo de jóvenes, mi campamento, mi parroquia, mi movimiento, mi espiritualidad, mi diócesis.
Seguramente que a muchos les suene esta realidad, parafraseando una expresión de típica de las redes sociales «si no conoces ninguno, es que estás dentro de uno». La experiencia eclesial de ser una minoría empuja peligrosamente a buscar grupos en los que sentirse cómodo y seguro, absolutizando su identidad hasta ser casi lo único que define la pertenencia de sus miembros a la Iglesia.
Las comunidades hoy en día necesitan nuevas formas y modelos, por ello generar grupo no es malo, pero desde dos dimensiones fundamentales de la Iglesia: la comunión y la universalidad. Absolutizar la identidad de un grupo, casi al modo de la imagen de marca de cualquier empresa comercial, no solo genera aislamiento, sino que va en contra del ser mismo de la Iglesia, ser una en la diversidad, ser comunión en la diferencia, ser universal desde la realidad local.
En estos tiempos que demandan creatividad y valentía no podemos buscar la opción fácil del refugio seguro, de la exaltación de lo identitario frente a lo común. Cuando ponemos el foco en lo que compartimos descubrimos que solemos alegrarnos y llorar por las mismas cosas, que juntos solucionamos mejor los problemas y que lo «mío» se vuelve muy pequeño ante lo «nuestro».