Llevo años pensando que, en muchas cuestiones, hay una mayoría silenciosa que es paciente, sensata, y muy capaz del matiz en tantos temas que en la agenda pública están polarizados. Sin embargo, estoy empezando a pensar que el polemismo actual es desgastante y lentamente va limando a esa mayoría. Porque, poco a poco, muchas personas, sometidas a discursos contundentes, a escenarios apocalípticos y a planteamientos maniqueos, terminan despeñándose por el abismo de la ira, de la violencia (verbal, al menos) y del enfrentamiento personal. Casi cualquier discurso se construye por oposición. Los hashtag en redes sociales a menudo van cargados de inquina. Toda cuestión pública termina convertida en excusa para repetir los enfrentamientos habituales entre grupos perfectamente alineados. En la Iglesia también pasa.
Hay que defenderse de esto. Y solo se me ocurren dos caminos. O empezamos a hablar o dejamos de escuchar.
Empezar a hablar implica atreverse a decir cosas que pueden granjearte las iras de los defensores de lo políticamente correcto. Y hay corrección política en todos los bloques ideológicos –solo que cada uno defiende la suya–. Implica reconocer que, sobre muchas cuestiones, no hay una única manera legítima de ver la realidad. Implica dar la cara en defensa de lo que crees justo, pero saliendo de la lógica de que hablar es polemizar.
Dejar de escuchar es silenciar a los estridentes. No leer panfletos. Bloquear trolls. Y negarte a asumir cualquier discurso que te suene a la enésima prueba de los dobles raseros habituales.