
La muerte
«El Señor da la muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta» (1Sam 2, 6)
A todos nos llegará algún día. A veces sorprende, cuando toca cerca, cuando es inesperada, cuando nos parece prematura o nos resulta injusta. Pero, ¿no sabemos, en realidad, que ninguno nos quedamos aquí? Nuestra cultura silencia, esteriliza y procura hacer que la muerte sea lo más invisible posible. Parece que hablar de ella con normalidad es desagradable o morboso. Como que fuera una ofensa a nuestras ganas de vivir y a nuestra voluntad de estar bien. Pero, en realidad, es un recordatorio de que, importante, importante, son muy pocas cosas. Es también una gran pregunta. Y despierta en nosotros un afán de trascendencia, un anhelo de vida eterna, un ansia de respuestas… Desde la fe, a esa llamada tan inserta en nuestra entraña la llamamos Dios.
¿Has pensado en la muerte? ¿Hablas con alguien de eso?
Sin razón
He interrogado hasta el amanecer al pozo
de las preguntas. Es mentira que el corazón
sepa decirse mejor en esa sombra.
He interrogado a la memoria y al camino,
y al cielo turbio que coagulaba dudas.
Pero no bastaba crecer en los escombros
del verbo, ni formular la cicatriz reciente.
Un paisaje de puertas: entran y salen
las mascarillas de la muerte. Un paisaje
de paredes que respiran, de paredes
taladradas por sus ojos insomnes.
Busca inútilmente
el rostro y su verdad, para que el miedo
aprenda a descifrar más despacio los pasos.
Una respuesta bastaría para narcotizar
la angustia, o el sopor de ser
gota a gota un espectro.
Buscas las piezas del puzzle
que faltaban, amontonas los trozos
pero se quedan fuera los detalles.
Una respuesta sólo bastaría...
Pero en los pasillos de la noche
sólo escuchas ese ruido de pies
acostumbrados a arrastrarse
hacia los desiertos.
Amalia Iglesias, de Lázaro se sacude las ortigas, 2005