¿Te imaginas que en el podio de las olimpiadas un atleta, una gimnasta, un nadador o el equipo de fútbol femenino –por poner algunos ejemplos– que hubiese quedado en segundo o tercer lugar se quitase la medalla o se bajase del podio mientras suena el himno y mientras se pone la medalla de oro al vencedor de la competición? Porque algo parecido es este gesto que bastantes jugadores de la selección inglesa han hecho, quitándose la medalla de subcampeones de Europa al instante de recibirla. Es verdad que hay muchas explicaciones y motivos (que no justificaciones). A nadie le gusta perder. Perder en casa escuece más. A penaltis, más. Cuando has ido por delante en el marcador, más aún. Seguramente por la cabeza de los jugadores pasaban muchas cosas en ese momento. Y algunas de ellas no tienen por qué implicar un desplante (al menos consciente) hacia el vencedor. Te la quitas porque no sientes que merezcas recompensa, porque te sientes frustrado, porque solo es un recordatorio de lo cerca que estuviste del triunfo, porque, como decía Luis Aragonés, del subcampeón no se acuerda nadie…
Pero, haya los motivos que haya, al final el gesto termina siendo un desplante. Si pierdes una final, lo deportivo es aplaudir a tu público y al rival, agradecer el apoyo de la afición –aunque sea una afición tan macarra y hooligan como la inglesa–, tomar nota de lo que ha podido fallar, y seguir adelante. No solo es deportivo, también es una prueba de resistencia, de fortaleza en la adversidad, y de educación. No quiere decir que por dentro no estés desconsolado o rabioso. Pero saber estar en las horas malas es una prueba de solidez humana cada vez más necesaria.
En la vida no te puedes bajar de las derrotas. No te puedes atrincherar en una extraña bipolaridad donde te la juegas entre todo o nada, gloria o infierno, y donde si no ganas entonces eliges no saber perder.
En la victoria y en la derrota se conoce cómo son las personas, y los equipos, y las aficiones. Si a esto ha quedado reducida la famosa flema británica, entonces ya es una reliquia, más propia de Downton Abbey que de Wembley.