Ser cristiano es saber que cada día que despierto es un regalo que recibo. Es estremecerse ante la inmensidad del océano y la lejanía del horizonte. Es sentir la gratuidad de todo cuanto nos rodea. Es palpar que no nos hemos dado nada de lo que tenemos. Es conmoverse con el vuelo de las aves y el croar de una rana. Es traspasar con la mirada la caducidad del otoño. Es percibir, tras él, la luz del invierno. Es rendirse a la belleza de los astros. Es contemplar agradecido el rostro del amigo. Es reír y bailar, trabajar y descansar, conversar y amar. Ser cristiano es, pues, una manera de vivir. Pero vivir sintiendo cómo el bien del mundo nos remite al Dios de Jesús que, con su Santo Espíritu, es fuente y sostén de todo cuanto existe. Ser cristiano es vivir en serio.
Por eso, ser cristiano también es saber que todos los días mueren miles de niños. Es estremecerse ante la inmensidad del hambre y la cercanía de la guerra. Es sentir la vaciedad de las promesas de paz y la indignación de las víctimas. Es palpar que unos lo tienen todo y otros nada. Es conmoverse con la miseria de tantos y la hartura de tan pocos. Es ser traspasado por la mirada del marginado. Es percibir, en él, el rostro velado de Jesucristo. Es rendirse al negro esplendor de la verdad. Es contemplar indignado el rostro del abusador. Es llorar y protestar, denunciar y acompañar, resistir y perdonar. Ser cristiano es, ciertamente, un modo de vivir. Pero vivir sintiendo cómo también el horror del mundo nos remite a ese Dios Padre que, con su Espíritu, es justicia y esperanza de todo cuanto existe. Ser cristiano significa, sin ninguna duda, vivir en serio.