El cristianismo no es un estilo de vida en el aire. No existe un cristianismo puro, neutro, fuera de una determinada cultura. Los mismos textos que nos ayudan y guían hacia la fe –por hablar solo de un elemento de los muchos que componen una religión– se generaron dentro de unas coordenadas históricas. Creemos que son inspirados, sí, pero también sabemos que fueron producidos por personas de carne y hueso, hijos de su tiempo y de su cultura. Lejos de ser una objeción contra su verdad, esto es su condición de posibilidad: ¿cómo podría ser verdad algo que no procediese de una realidad concreta?
Ser hijos de nuestra cultura hace que, además de la pertenencia generada por nuestra fe, tengamos también otras. Soy cristiano, y también de derechas o de izquierdas, del Madrid, del Barça o incluso del Valencia, de Cola-Cao o de Nesquik. Vivo en la Iglesia, pero también creo que mi tierra es la más bonita y la que tiene mejores gentes. Y así sucesivamente, combinando los múltiples rasgos que componen nuestras culturas. Todas esas pertenencias –dobles, triples, cuádruples– conviven dentro de nosotros generando el mosaico de nuestra personalidad. Nos reconocemos en ellas y por ellas somos reconocidos. Esto no tendría que extrañarnos; mucho menos escandalizarnos.
Ahora bien, no todas nuestras pertenencias tocan las mismas cuerdas. Tampoco todas nos dan los mismos instrumentos para reconocer qué cuerdas están sonando dentro de mí. Puedo gritar como un loco con el gol de mi equipo, o alegrarme de que mis opciones políticas salgan adelante, pero seguramente hemos experimentado que ni el deporte ni la política nos hacen llegar a la verdad sobre nosotros mismos a la que nos acerca el deseo de una confesión, un rato de oración o una eucaristía.
Cuando descubrimos que una de nuestras pertenencias llega más profundo que las demás, revelándonos más sobre nuestro ser, es normal sentir el deseo de que aquella vaya ordenando las otras. Que nos vaya diciendo qué hacer, qué elegir. Se trata de un gran regalo: experimentar que hay algo que tiene la capacidad de envolver, sin asfixiar, nuestra vida. Que nos permite cogerla, sin apretarla, con la mano. Y que nos invita a seguir caminando, explorando ese territorio extraño que hace ver que la vida puede ser algo más que el mundo en el que vivo.