Tres meses de vacaciones en verano, Navidades enteras, Semana Santa, puentes a tutiplén… un chollo esto de ser maestro. Y además si no te quieres calentar la cabeza les pones una película o a leer el libro y que hagan un par de ejercicios y otra hora hecha. Y seis horas al día, con dos recreos y tiempo para café, leer el periódico y cotillear un rato en la sala de profesores. Así va la educación con lo bien que vivimos.

Después de un año como profesor a tiempo completo podría rebatir todo eso, aunque no soy más que un recién llegado al aula. Podría explicar las muchas horas en casa corrigiendo, preparando, pensando, respondiendo wasaps de padres preocupados… Y otras muchas tareas que no se ven –porque no tienen que verse– ni se reconocen. Pero es que estoy de acuerdo con esa gente que dice lo de «¡qué bien vivís los maestros!» Así que en vez de rebatir voy a reforzar ese pensamiento. Sí, vivimos bien.

Vivimos bien porque sentimos el cariño de unas familias que dejan en sus manos a lo que más quieren, confiando en que les ayudaremos en la aventura de dar forma a una nueva persona para nuestra sociedad. Sentimos el agradecimiento silencioso de muchas familias –la mayoría– que reconocen los avances de su hijo y cómo les cuidamos en las horas que pasan con nosotros.

Vivimos bien porque creemos en lo que hacemos, en serio. Ser maestro es ser un profesional de la esperanza, capaz de tener paciencia hasta los propios límites y un poquito más allá. Capaz de perdonar hasta setenta veces siete, y alguna más. Capaz de confiar en que ese chaval que se nos atraviesa –porque somos humanos y también nos pasa– es realmente capaz de dar lo mejor de sí mismo, con las ayudas adecuadas. Y esperamos, contra toda esperanza a veces, dar con esas ayudas que le convienen.

Vivimos bien porque tenemos un lugar privilegiado en la vida de nuestros alumnos. No dirigiéndola –el peor error que podemos cometer– sino contemplándola. Siendo testigos de crecimientos y caídas, de equivocaciones y logros, de ánimos y desesperanzas. Somos testigos de cómo nuestros alumnos van adquiriendo forma y tenemos la frágil tarea de ser mano tendida en medio de esa vorágine de crecimiento y descubrimiento de la propia personalidad.

Vivimos bien porque estamos rodeados de compañeros con los que compartir ilusiones, esperanzas, tristezas, frustraciones, planes B y lo mucho que nos reímos en el aula. Porque, como dice una de mis compañeras de trabajo, es sorprendente que además nos paguen por lo que hacemos. Por profesar –somos profesores– aquello en lo que creemos: todos tienen una oportunidad, todos tienen algo bueno que sacar, nadie es descartable.

Quizás soy demasiado optimista, quizás pinto una realidad a veces compleja como es la educación, el trabajo en el aula, la relación con familias y compañeros de claustro con colores demasiados vivos, pero es que como ya te he explicado, soy maestro, así que vivo muy bien.

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