No es fácil que los galardonados con el Cervantes sean conocidos por los más jóvenes. Pero este año lo han puesto fácil. Varias generaciones hemos tenido las novelas de Eduardo Mendoza como lecturas obligatorias en Bachillerato. Las andanzas del extraterrestre Gurb, los misterios de aquella cripta barcelonesa embrujada o los testimonios dados en el juicio del caso de la empresa Savolta son materia de la prueba de acceso a la universidad desde hace unos cuantos años.

Mendoza en su discurso de agradecimiento expresó que consideraba que con su premio se estaba premiando un género quizás menor, pero necesitado de reconocimiento y puesta en valor: el humor. Y es que si algo nos enganchó a Sin noticias de Gurb fue la risa que provocaba el diario de aquel extraño alienígena.

Porque el humor, continuaba Mendoza en su discurso, es una forma de vincular al lector. No tanto el humor que encontramos en situaciones cómicas, en diálogos ingeniosos, en gags o chistes, también presentes en su obra, como el que se desprende de la mirada que el autor ofrece del mundo sobre el que escribe. Ese humor que, en palabras de Mendoza, «lo impregna todo y todo lo transforma», «pase lo que pase y se diga lo que se diga».

Hoy día el humor, sus límites, provocan más división que vínculo. El premio a Eduardo Mendoza, al humor, puede ayudarnos a recordar que no hay nada que nos una más que la risa compartida, la mirada cómplice que nos revela que el otro también capta el humor de la situación. Que el humor auténtico une y no ridiculiza, vincula y no es arma arrojadiza. Premiar al humor, a quien lo ha ejercido y transmitido, ojalá nos devuelva su mejor faceta, la de unirnos para reír juntos.

 

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