Uno de los recuerdos de este año es el momento en el que dejé que el confinamiento y lo que estábamos viviendo pasara por mí. Me atravesara.

Los días previos a la declaración del Estado de Alarma, vi cómo se venía abajo todo lo programado para el futuro. Hasta que el 13 de marzo cayó absolutamente todo. Sin embargo, en casa nos esperaba una multiplicación de tareas. Yo, que me había estrenado como profesor apenas dos meses antes, de repente me vi reorganizando todo en un fin de semana junto a mis compañeros de Departamento, intercambiando ideas y aprendiendo nuevas herramientas, porque el lunes había que estar virtualmente presentes. Y, por otro lado, la campaña #EnCasaConDios me hizo estar más tiempo todavía conectado y en redes.

El resultado fue que yo sentí que me había acelerado cuando el mundo se había parado. Veía las noticias cada día, sí, pero minutos después estaba de nuevo en mi habitación, delante de la pantalla.

Pensaba, escribía y leía sobre el sentido espiritual de esas primeras semanas de confinamiento que coincidieron con la Cuaresma. Tuve conversaciones que guardo en el corazón. Sin embargo, en mi interior las cosas no terminaban de reposar. Me había apoyado en la velocidad de la nueva rutina para mantenerme a flote, mientras, más allá de los muros de mi comunidad el mundo se había parado. Por todos lados llegaban mensajes que durante esa época animaban precisamente a lo mismo: hacer, hacer y hacer todo aquello para lo que nunca había tiempo (cocinar, pintar, leer, hacer deporte). Y sí, todos tuvimos nuestro pico de trabajo en casa… Pero el mundo como tal se había parado. ¿Qué mensaje oculto había en esas calles vacías, en esos cielos más libres de contaminación, en ese silencio que inundó nuestras ciudades? ¿Qué experimentamos como sociedad, como humanidad? Y, sobre todo, ¿qué podía estar diciendo Dios en mitad de esa realidad?

Estas preguntas, al cabo de las semanas, me explotaron en la cara. No puede ser –pensaba– que siga corriendo en una rueda infinita como si nada pasara ahí fuera, como si el silencio y la soledad del mundo no me impacten por dentro. No puede ser que use el trabajo, la misión, como excusa para huir de, precisamente, el silencio y la soledad a las que esta pandemia me (y nos) había conducido. Había que parar… Y el Jueves Santo, paré. Aproveché los puntos online de ese día para retirarme, para ponerme delante de esas preguntas que me perseguían y, sobre todo, para presentarlas, conmigo, ante Aquél a quien íbamos a acompañar en la Pasión.

Porque el Jesús con el que me encontré era precisamente ese, el de la Pasión. Aquel a quien contemplamos cuando parece que la divinidad se esconde, como dice san Ignacio. Un Jesús que, como el mundo, sentía el sufrimiento, la desesperanza, la soledad y la angustia. Y eso me descolocó todavía más, porque una parte de mí esperaba encontrarse con el Jesús de las parábolas o de los milagros, donde sus palabras se acompañan de signos visibles de esperanza. Esa esperanza que yo, y el mundo, necesitábamos. Pero no fue así. El Cristo que me esperaba en ese parón, era el Cristo que se acercaba a la Pasión…

Y es que no podía ser de otra manera. Primero hay que morir, hay que caer y descender para, luego, resucitar. Porque sí, ese Triduo acabó con la Pascua de Resurrección, aunque el lunes de Pascua nos despertamos y el mundo pandémico seguía igual. Pero ¿acaso el mundo cambió en algo cuando Jesús resucitó? En absoluto. Jesús resucitó de noche y sin testigos. Lo cambió todo, pero a su modo. Que nadie lo viera no significa que no sucediera. Él resucita, lo cambia todo, aunque no se vea. Y, en mi opinión, está haciendo lo mismo con nosotros desde entonces y más especialmente en este año que vivimos peligrosamente.

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