Vivimos en una sociedad enferma y, los cristianos, como parte de ella, corremos el peligro de hacer enfermar a la propia Iglesia. Nuestra sociedad está cansada de promesas que no se han cumplido, de líderes que han resultado ser un fracaso, de opciones y caminos que no han llevado a ninguna parte, de soluciones que se han convertido en problemas todavía más gordos, y de tantas y tantas cosas.

Éstas y otras muchas cosas nos han hecho enfermar, o, mejor dicho, creer que estamos enfermos. Por eso permanecemos en casa, encerrados y metidos en cama, con miedo a que, si tomamos opciones, o emprendemos caminos novedosos, corremos el peligro de fracasar o de convertirnos en fuente de nuevos problemas. Nos da miedo salir y alzar la voz, no sea que eso vaya a perjudicar el modo en el que muchas veces malvivimos. Sí, sabemos que sería bueno hacer esto o lo otro, protestar, denunciar, o tomar medidas, pero, puede que eso traiga consecuencias negativas, y por ello no conviene tampoco pasarse.

Este modo de vivir afecta a la Iglesia que, tantas veces cae en la paradoja de denunciar el evidente encierro en sacristías, mientras se crea una nueva reclusión en instituciones, tecnologías, reuniones y autorreferencialidad. Nos manchamos y herimos, cierto, pero con pequeñas manchitas de esas que salen sin frotar, y heridas superficiales que a veces ni sangran. Y así, es muy difícil no ya contagiar vida, sino vivir con esperanza la propia.

Hace falta pues la valentía, esa que proviene del Espíritu de Dios. La que inflamó a los apóstoles, también encerrados, enfermos y miedosos antes de Pentecostés. La que movió a tantos santos a lo largo de los siglos, y la que puede ser levadura en la masa de nuestra sociedad. Aquella que no es humana, sino divina. La que contagia, sana, cura y limpia el encierro de la Iglesia y también el de la sociedad.

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