A Joaquín lo conozco desde que tengo uso de razón. Es el sin-techo que pasa los días custodiando la puerta de la iglesia de al lado de mi casa. Reconozco que siempre he tenido una relación complicada con las personas que están en la calle.
¿Cómo acercarme a ellos? ¿De qué manera romper el hielo? ¿Estaré buscando sentirme buena samaritana?
¿No es hipócrita interesarme por un desconocido cuando tanta gente conocida necesitaría que le prestara más atención de la que le presto? ¿Se sentirá humillado si le doy dinero? ¿Parecerá que me compadezco de él? ¿Debería recomendarle que acudiera a algún centro? ¡Cómo me gusta complicarme la vida y acabar sin hacer nada…!
Ayer, sin embargo, me salió del alma, sin pensar:

  • Pero bueno, Joaquín, (sabía que se llamaba Joaquin porque todo el barrio sabe que se llama Joaquín): ¿qué haces sentado en ese trono?
  • Pues es que ahora me han contratado en la iglesia. Querían que alguien barriera los pétalos y el arroz después de las bodas. Los restos de traca, los papelitos de los caramelos de los bautizos…ya sabes. Con la emoción del momento la gente se lía a tirar de todo pero luego nadie se acuerda de recoger. Y esto es una vía pública, al fin y al cabo. No se puede quedar hecha unos zorros. Así que cuando me lo dijo don Alberto no me lo pensé dos veces.
    ¿Tú te crees? ¡¡Me pagan por estar presente en los días importantes de la vida de la gente!! Soy un afortunado, yo solo veo la parte bonita de la vida… las bodas, los bautizos, las comuniones… ¡Y encima me ponen un silloncito para que no esté sentado en el suelo!

«Te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y entendidos, y las has revelado a los pobres y a los humildes. Sí, Padre, porque así te agradó». (Mateo 11,25)

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