Cuando era pequeño acostumbraba a pasar el verano acompañando a mi abuela en el pueblo. La convivencia era de lo más entretenida: entre sus años y con mis despistes cada día tenía su propia historia. Algunas veces ella perdía algo y me mandaba buscarlo, cosa que me podía mantener entretenido un buen rato. Siempre conseguía encontrarlo, para orgullo propio y –pensaba– de mi abuela. Sin embargo, a pesar de todo el esfuerzo empleado, mi abuela, muy devota, le daba las gracias a San Antonio y le prometía una limosna. ¡A él! ¡Pero será posible! Si San Antonio no ha hecho nada, ¡he sido yo el que ha estado media hora arrastrándose por el suelo! ¡Esa limosna tendría que ser mía!

 Sin dudar de la intercesión de los santos, lo cierto es que a veces me sorprendo con reacciones muy parecidas, ahora que soy algo más mayor. Me refiero a la necesidad de que me reconozcan y que incluso me premien por todo lo que hago, por las ideas estupendas que tengo, por todo el tiempo gratuito que dedico a tal cosa… Una tendencia a hinchar el pecho esperando que alguien me cuelgue una medalla. Otra más, para la colección. Quizá no busco limosnas, pero sí el premio de la admiración, del aplauso o de la autoridad en un tema. Y no soy capaz de ver que las semillas necesitan su tiempo, que el fruto no es inmediato ni para mí.

 Y aquí nos encontramos muchos: los que hacen voluntariado sólo porque así se sienten mejor; los que acaban predicándose a si mismos, los que  hablan de su manera de vivir la fe como la mejor posible… y encima buscan que les aplaudan por ello: por su entrega, por su elocuencia, por su testimonio. Y cuando no se obtiene, lo pasan (y lo pasamos) bastante mal. Mucho peor cuando ese aplauso se lo lleva otro, y no tú. En ese momento sólo el silencio, en la soledad del examen de la noche o de la oración de la mañana me recuerda cuál es mi papel: «soy un siervo inútil, no hice más que cumplir con mi obligación». Y Dios me vuelve a llamar a seguirlo y cuidar de sus semillas. Junto a otros. Para entonces, el ansia por el aplauso desaparece a favor de una necesidad de vivir sólo de Dios. Y me acuerdo de mi abuela, que de una manera muy sencilla me mostró que tanto cuando buscamos como cuando encontramos, tanto cuando nos aplauden como cuando nuestro servicio es callado y escondido, incluso cuando otro se lleva la admiración y la recompensa, la iniciativa es sólo de Dios y la alegría tiene que estar en haber podido colaborar, humildemente, en aquello donde Él nos ha llamado a trabajar.

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