Estas semanas, la actualidad futbolística está colonizada por una noticia extradeportiva de la que todos hemos oído hablar: el conocido como Barçagate. Algo que huele mal y donde es casi imposible no posicionarse en nuestro país, pues toca lo afectivo, lo polémico, lo impersonal, lo político y lo turbio –y encima sin sangre–, convirtiéndose así en la ecuación perfecta para todo buen tertuliano ibérico, y trayendo a nuestro memoria declaraciones de viejos «profetas» del mundo del fútbol como José Mourinho o hasta el mítico Jesús Gil.

Más allá de los indicios y la lluvia de sospechas, nos recuerda una tendencia en el ser humano –y en cada grupo o colectivo– que lleva a asociar la abundancia de dinero y de éxito con la corrupción y con el deseo de moldear las reglas en beneficio propio. No es una justificación, pero da igual la cultura y la época, esta tentación emerge en cuanto el ego se envilece y el acumular, el triunfar y el dominar se convierten en verbos más que habituales. Donde hay exceso de dinero, es más probable que haya corrupción, y más si los recursos son gestionados por gente mediocre, poco honesta y nada transparente. En el fútbol y en cualquier ámbito.

Y cuando esta tentación se convierte en una enfermedad llamada corrupción no vale sólo con examinar y ver qué hilos mueven nuestros intereses y nuestras acciones. Requiere una vuelta de tuerca y zambullirnos en la verdad, y ver qué ha pasado y qué no ha pasado. Ninguna herida se cura cerrando en falso, y para limpiar hay que abrir. Y esto se puede aplicar en el fútbol y en otras tantas dimensiones de la vida y de la sociedad, vuelvo a insistir. El problema es que en esta delicada operación de limpieza está en juego el gran negocio del fútbol español, pero no podemos olvidar que no hay salvación sin búsqueda profunda de la verdad.

 

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