Tiene parte de leyenda negra y parte de realidad, aunque parece que en temas de Iglesia cualquier generalización está permitida. No es extraño haber oído la historia de los novios que van por primera vez a la parroquia y reciben tal charla de moralina que les lleva a no volver a pisar un templo en su vida, por no comentar el carácter áspero de las monjas del colegio de no se dónde hace varias décadas o las borderías del catequista de turno en el ensayo de la primera comunión, por citar algunos ejemplos clásicos. Y desgraciadamente no es cosa del pasado, ahora a las malas formas se suman las alimañas que incendian las redes sociales, homilías infumables o correos sin responder, huyendo así de la alegría y de la lógica evangélica que debe inundar cualquier tipo de comunicación.

Esta es nuestra Iglesia, formada también por personas desbordadas por momentos y alguna que otra muy limitadita en cuanto a comunicación eclesial se refiere, sin embargo esto no justifica nada en absoluto. En ciertos casos no faltan a la verdad y tratan de defender tanto a la Iglesia como a la labor que se les ha encomendado como buenamente pueden. No obstante, hace falta un ligero matiz: la verdad de la Iglesia y su misión no es propiedad de nadie en particular, y menos para usarla como arma arrojadiza. Quizás si somos capaces de entender que nuestra tarea es servir a Dios a través de las personas y sus procesos y no custodiar como pretorianos edificios, ortodoxias y normas, algunas de nuestras malas formas darían paso a una mayor cordialidad, cariño y respeto entre cristianos.

Nadie deja de ir al hospital porque una vez se cruzó con un médico borde, pero quizás sí se deja de ir a misa por un cura desagradable. Debemos asumir que cuando tratamos y hablamos de Dios y de la Iglesia entramos en un terreno sagrado y que cualquier paso en falso puede apagar la fe de una persona y generar así un inmenso dolor. La lista de gente que ha abandonado la Iglesia por una palabra inoportuna es enorme, y no son precisamente ofendiditos. Aunque no lo creamos, los cristianos nos jugamos más de lo que parece en las formas, en la educación y en el respeto, porque esto también habla de Dios. No me imagino a Jesús contestando de malos modos a los enfermos insistentes o a los discípulos despistados, más bien se centraría en ayudar a esa persona a crecer, pues como dijo aquel romano, una palabra Tuya -y he aquí la cuestión- bastará para salvarse.

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