La Iglesia ha vivido tensiones desde sus inicios. Entre judíos y paganos. Por vivir en el mundo sin ser del mundo. Desde los años 60 (época del Concilio Vaticano II), una de las tensiones más visibles se da entre lo que podemos llamar una corriente más progresista y otra más conservadora.
Los extremos hoy son patentes. Vemos guardianes de la integridad religiosa, que emprenden acoso y derribo contra todo aquel que no cumple lo que a ellos les parece importante. Tampoco faltan los que rechazan toda norma para elevar a norma su idiosincrasia o sensibilidad particular, o los que desprecian aquello que ignoran de su propia fe.
Podría ser bueno no fijarse tanto en los extremos y pararnos a pensar en qué es lo que mueve de fondo en cada corriente.
A unos tal vez les mueve el anhelo de comunicar la alegría y el sentido de la fe en Dios a aquellos que no lo conocen, o que por sus circunstancias vitales se han sentido rechazados. O de liberar y ayudar a vivirla con un nuevo aire a aquellos que aprendieron la fe como algo impuesto, como una carga pesada sin sentido. O que ven muestras de bondad en la gente no religiosa que les rodea, y que no entiendan qué es lo que les separa.
Por otra parte, hay muchas personas a las que han enseñado que la fe conlleva resistir ante el mundo, quizás porque no había otra forma de explicarlo y asusta el miedo a la disolución que propone nuestra época. Y han hecho grandes sacrificios para mantenerse fieles a la fe que aprendieron, a sus valores y normas. Aunque pueda parecer una fe limitada, no sería cristiano despreciar ese testimonio, y decir sencillamente que las cosas cambian y que ellos no se enteran. Si somos capaces de dialogar con los de fuera, seámoslo también con los de dentro.
Habría mucho más que matizar. De momento, dejo mi propuesta. Necesitamos conocer la tradición, sin ser esclavos de la forma. Necesitamos conocer al otro, aunque no estemos de acuerdo. Ambas cosas nos ayudarán, en medio de las tensiones, a cumplir el mandamiento principal: amar a Dios y al prójimo.
