En esta época, lo de las identidades nacionales está tan politizado que alegrarte de un triunfo español hace que casi con seguridad haya quien te tache de chauvinista, de fascista, o de paleto. Se me ocurre pensar en por qué nos alegra una victoria así. Hace unos días pensaba que si hubiera un nuevo premio Nobel español me sentiría orgulloso. Y el que no le hayan dado el de química a Mojica cuando parece que tenía más méritos para ello que las ganadoras, me dio un punto de coraje íntimo. Hoy es Nadal, un gigante cuya figura no deja de crecer, el que nos da otra alegría al ganar de nuevo Roland Garros. Hace años vibramos con aquel mundial de Sudáfrica. Terminamos celebrando como propio –con más o menos énfasis en función de las simpatías y aficiones personales– los éxitos de los Gasol en baloncesto, los premios Oscar con nombre español, la repercusión de Rosalía, las gestas de Carolina Marín en bádminton, el nombramiento de un español para algún cargo relevante, o lo que toque… Una mirada escéptica diría que todo esto es absurdo y que pecamos con ello de chauvinismo rancio. U objetaría que casi siempre el triunfo es suyo, de los que ganan, no de un país. Que los beneficios del torneo, del premio o del cargo son para ellos. Que, al fin y al cabo, ¿por qué vamos a sentirlo como propio? ¿Qué gana un país con el éxito de uno de los suyos?

Hay argumentos que permitirían justificar que a veces «todos ganamos». Por ejemplo, premios Nobel en ciencia o reconocimientos académicos varios quizás dirían algo del estado de la investigación o de nuestras universidades (es mucho suponer, por otra parte). O galardones cinematográficos podrían apuntar al estado de la creatividad y el talento en el mundo artístico. Sin embargo, creo que hay algo previo. El sentimiento de pertenencia. A un país, a una tierra, a una cultura, a una gente. Necesitamos sentirnos parte de algo, de un grupo, de una colectividad, de una historia. Y la competitividad, cuando es sana y no se convierte en obsesión –que también ocurre–, es parte de esa identidad colectiva que también necesitamos.

Lo trágico de esta época que nos toca vivir es que esto se haya convertido en problema, en lugar de en juego. Que las identidades se construyan por demolición más que por suma, por exclusión del diferente más que por sensación de comunidad. Ojalá podamos sentir que por pertenecer a un grupo, una comunidad, una iglesia, una sociedad, un país, no perdemos. Ojalá dejemos de odiarnos en nombre de las etiquetas. Y ojalá nos sigamos emocionando con deportividad y sin acritud, por los logros de los nuestros.

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